Capítulo 13

Es una apacible tarde de verano en el Hipódromo de las Américas, tal vez uno de los más grandes y hermosos de América Latina. Llaman la atención las enormes caballerizas de una de sus esquinas, debido a que están en la ladera de un cerro, por lo que parecen a la distancia auténticos edificios para caballos, pues puede albergar 1,700 inquilinos equinos. Además, el amplio espacio del óvalo y sus amplias tribunas que, aunque antiguas, le dan un aire grande y majestuoso. Es, sin dudarlo, uno de los más grandes espacios abiertos de la capital del país.

Con frecuencia se corren carreras de caballos y se cruzan apuestas, basados en un viejo permiso de la década de 1930, previo a la proscripción de los juegos de azar en el país, cuyo endoso fue autorizado en 1941 a Bruno Pagliai por el propio presidente Manuel Ávila Camacho (algunos decían que era su prestanombres tanto en la empresa Teléfonos de México como en el Hipódromo). Las apuestas mínimas son de unos cuantos pesos; pero en caso de que atines al caballo ganador puedes duplicar o triplicar tu apuesta. También pueden hacerse combinaciones de dos o tres caballos e intentar atinar el orden de llegada: al final, si se logra adivinar los cuatro caballos en el orden exacto, la apuesta puede dar a ganar unas cien veces la apuesta inicial. Nada mal apostar cinco pesos y salir con quinientos. El problema, claro, reside en que si una carrera tiene al menos seis y hasta catorce caballos, atinarle al orden exacto es sumamente difícil.

Pero aún hay más: combinaciones de cuatro caballos ganadores en el orden exacto, pero atinados en cuatro carreras consecutivas, permiten multiplicar por sesenta mil o cien mil veces la apuesta inicial. Es decir, cinco pesos permiten salir con medio millón en cosa de una tarde.

Por ello, no es de sorprender que el Hipódromo de las Américas es frecuentado por dos grandes grupos de personas: los muy ricos, frecuentemente dueños de los caballos que corren y que pueden perder dinero sin mayor problema -lo que frecuentemente les hace ganar mucho más-, y los muy pobres, que apuestan lo poco que consiguen con la esperanza de ganar dinero, apostando su escaso capital con la peregrina idea de multiplicarlo por diez o por cien veces, y dejar de pasar hambres. El primer grupo frecuenta el Jockey Club o alguno de los otros restaurantes o balcones cercanos a la línea de meta; el segundo, va a la grada más barata, incluso más lejos de la meta que algunas de las carreras más breves.

El majestuoso óvalo tiene una longitud de casi kilómetro y medio, y puede contribuir a ver lo mismo carreras muy rápidas frente a la grada, que incluso clásicos de casi dos pistas completas de longitud.

Para Carlos J., no fue del todo sencillo convencer a Los Jotas de ir al hipódromo. Digamos que no es precisamente algo que despierta la curiosidad de un joven urbano. ¿De verdad planteaba perder una deliciosa tarde de sábado… viendo carreras de un par de minutos cada media hora? ¿Y qué harían entre tanto?

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Carlos J. les propuso algo muy interesante para ellos: si aceptaban acompañarlo, él pagaría las cervezas y la comida. Nada mal, aunque se preguntaban cómo lo haría, si encima tuvieron que dejar el carro a muchas cuadras de distancia y caminar casi un kilómetro hasta la entrada del hipódromo, con tal de no pagar estacionamiento. Por si fuera poco, no era su propio carro. Como su papá seguía sin perdonarle la escapada a carretera, tuvo que convencer nuevamente a Manuel José de que el paseo fuera en su vehículo. Claro, con la promesa de que él se encargaría de pagar la gasolina, a condición de que fuera al regresar.

Por si fuera poco, el argumento ganador ante Los Jotas es que la idea era para halagar a su novia Clara Sandra, porque era ella la que tenía curiosidad; dado que a todos los muchachos les caía bien -excepto por las ocasionales pero intensas peleas con Carlos J.- aceptaron la idea. Lo curioso es que la supuesta homenajeada no tenía ni idea ni interés de ir a las carreras de caballos. Con ella, el argumento fue al revés: los muchachos querían ir al Hipódromo y, dado que él quería estar con ella y con sus amigos a la vez, aceptó un tanto a regañadientes.

Lo que ninguno sabía es lo que Carlos J. traía entre manos: en la semana había soñado con las carreras de caballos. En particular, vio que la séptima carrera tenía un premio mínimo garantizado. No quería ser demasiado escandaloso al atinarle a un premio muy grande, pero atinarle a una exacta de cuatro caballos por $130,000 de premio no era mala idea. Además, podría comprobar si era cierto que tenía la misma capacidad de Clara Sandra de soñar el futuro… o no.

Durante su sueño, Carlos J. siguió el final de la carrera con atención, y trató de memorizar el orden de llegada de los caballos ganadores. Típicamente las últimas carreras pagan un premio mayor, pero ser discreto y probar su don era lo que buscaba en realidad. Así, si no salía bien, podría pagar los refrescos y la gasolina… a costa de quedarse sin dinero para gastar el resto del mes. Pero valía la pena la prueba, porque si ganaba… bueno, podría hasta comprar el carro.

Una cosa que tienen los hipódromos es que son lugares en los que se camina mucho, y en particular el de Las Américas comparte ese rasgo: son casi seis pisos desde la entrada hasta la pista, que se recorren en rampas y no en escaleras. Bajar a ver a los caballos al paddock y regresar a las tribunas es una buena caminata de unos ocho minutos en cada sentido. Y como llegaron temprano, pudieron ver cuatro de las carreras previas a la que era de interés de Carlos J., lo que les sirvió para conocer cómo eran las ventanillas de apuestas y el ambiente hípico en general. Lo que sí, es que veían desde la tribuna popular, con algo de desdén, hacia los palcos cerrados y los restaurantes del lado más allá de la meta, donde estaban los ricos.

En ese lapso, Juan Andrés apostó en la segunda carrera que vieron por el caballo número 8, un alazán cuarto de milla que era hijo de campeones del Derby de las Américas y que empezaba su propia carrera profesional como caballo de carreras. En menos de dos minutos, había atinado al entrar el “Lucero de México” en primera posición. Pero como era el gran favorito, los momios de las apuestas eran relativamente bajos, así que por sus $5 de apuesta apenas cobró $25. Cinco veces más, lo que no era despreciable; pero distaba de ser una gran suma. Y peor para él, se ganó a lo largo de la siguiente hora bromas y chanzas del resto del grupo. Que si había hecho trampa, que si era suerte de principiante, que si estaba dispuesto a apostar sus ganancias en la siguiente carrera… en la que prudentemente apostó sólo $10 por una yegua que llegó penúltima. No importaba: había recuperado su apuesta inicial y el doble de eso en ganancias, lo que lo ponía por arriba del resto del grupo, que a lo más logró un segundo lugar en la cuarta carrera, nada espectacular.

Por fin, la séptima carrera iba a empezar. El sol empezaba a ocultarse por detrás de los establos, pero aún daba esa sensación de que quemaba sin calentar. La intensa lluvia que los había replegado un rato antes a la parte trasera de las gradas era historia, y sólo la pista enlodada daba testimonio de la intensa pero breve tormenta de unas horas antes. Para Manuel José, la sensación ya era molesta: tenía la mitad de la cara roja, irritada por el sol, y la otra mitad casi azul, calada por el frío; para colmo, tiritaba por la humedad previa. Clara Sandra no dejaba de ponerse algo de crema para evitar la resequedad. Estaba cómoda como la única mujer en el grupo y todos la aceptaban con camaradería y buen trato, aunque de vez en vez Carlos J. tomaba unas actitudes medio celosas, como reafirmando que todos podían estar cerca, pero sólo era novia de él. Javier ya estaba cansado de estar allí, y no veía la hora para convencer a sus amigos de que había sido suficiente y era momento de moverse y salir corriendo. Juan Andrés, por su parte, llevaba un día muy divertido… de no ser por el hecho de que él manejaba y debía moderarse con el consumo de cervezas. Sí, ya se había tomado dos, pero entre falta de dinero y exceso de precaución no pretendía tomarse una tercera. O mejor dicho, pretendía tomarse la tercera pero no lo hizo. En general la tarde había sido apacible para ellos, pero las habas ya se le quemaban al organizador del paseo porque llegaba el momento de la verdad.

Sonó la trompeta que, con su característica fanfarria, llamaba a los competidores a la pista. Carlos J. había dejado a los muchachos en la tribuna y corrió a las ventanillas de apuestas.

Sin embargo, había mucha gente: en un par de minutos cerrarían para esta carrera. Y ya con alcohol, con ganancias o con ambos, algunos de los parroquianos estaban muy agresivos presionando por poner sus apuestas.

– Cien pesos, exacta, tres, seis, siete, dos a la séptima carrera.

– Estás loco, chamaco baboso. No hay forma de que el caballo tres llegue en primero, y mucho menos que el dos, el gran favorito, sea el cuarto.

La frase venía de un señor de cabello cano y aspecto ligeramente sucio parado a su lado en la fila.

– ¿Perdón?

– No hay forma de que esa combinación gane… Y vas a perder mucho dinero, chamaco baboso. Mejor apuesta el mínimo al tres y vete a casa con algún dinerillo. Eso haré yo.

– La diferencia entre nosotros, señor, es que usted apuesta a no perder. Y yo tengo la plena certeza de que voy a ganar.

– ¿Eso crees?

– Estoy seguro.

NO MÁS APUESTAS, se escuchó en el sonido local.

Por estar peleando con su vecino, Carlos J. no entregó su pago a tiempo ni recogió el boleto. La transacción no se hizo en forma, por lo que se quedó con un palmo de narices. Se quejó con el dependiente de la ventanilla: no le aceptaron la apuesta. Su argumento, mecánico y predecible, es que una vez que se cierra el sistema a la hora anunciada, no se puede hacer nada más. Bajó hecho una furia, y más porque el señor canoso le enseñó su propio boleto con el número tres para segundo lugar; una especie de cobertura: el apostador cobra si el caballo entra en primero o en segundo lugar. Un poco menos que si apostara sólo a primer lugar y éste llegara antes que los demás, pero al menos tenía dos opciones para ganar. Y el joven no tenía ninguna. Lo que ya no vio es cómo el señor canoso se transformaba a sus espaldas en… el ángel que ha custodiado a Carlos J. por mucho tiempo. Había logrado evitar que pusiera su apuesta, distrayéndolo al picarle el orgullo. No en balde lo conocía tan bien desde hace tantos años. Suspiró aliviado el ángel.

Carlos J. llegó con sus amigos, fúrico, justo en el momento en que sonó un timbre y los caballos entraron con sus jockeys al arrancadero. Un minuto después todos estaban en posición, cuándo sonó una potente campana, similar a la que utilizan en el box, pero con un sonido constante, como el que utilizan en las escuelas para marcar el final del recreo, pero más largo y penetrante. Y junto con la descarga de adrenalina en el público, empezó a vibrar con fuerza el sonido local:

¡Áaaaaaaaarrancan…! Dulce Amor se coloca a la cabeza, apenas un cuello detrás van Hijo del Campeón y Ágape; continúan Vitrola, Pulga y Ferrari Horse; separándose ligeramente del bloque inicial a un cuerpo de distancia se colocan Satín Rojo, Piglet y Coralia, y detrás de ellos Gonganga. Cerrando el bloque el número tres, Gruby.

Continúan cerrándose hacia el barandal central Dulce Amor, Hijo de Campeón y Vitrola; Ágape, Ferrari Horse, Satín Rojo y Coralia en un segundo bloque; Piglet, Pulga, Gonganga y Gruby hacen un compacto bloque hacia el final… La carrera ha pasado la marca del segundo furlong…

Clara Sandra estaba sorprendida: Gruby, el número tres y su favorito, iba casi en el final del último bloque. Le había llamado la atención que ese caballo le pareciera muy conocido, como si lo hubiera visto antes, y que tuviera el mismo nombre de la difunta mascota de Carlos J. Por cierto, éste estaba muy molesto de no haber podido poner su apuesta… porque sabía en qué acabaría la carrera. O al menos tenía esa certeza a partir de su sueño.

– Rápidamente se aproximan a la entrada de la primera curva, y se empiezan a reunir todos en un bloque compacto: Dulce Amor, Hijo de Campeón, Vitrola, Ferrari Horse, Satín Rojo, Piglet, Ágape y Pulga, y acercándose peligrosamente, Coralia, Gruby y Gonganga.

– Acercándose a la mitad de la curva Hijo de Campeón toma la delantera, Dulce Amor y Vitrola van cuerpo a cuerpo peligrosamente cerca; detrás de ellos en otro duelo parejero Satín Rojo y Ferrari Horse, Ágape, Piglet y Gruby en cerrado bloque y detrás de ellos Gonganga

A punto de salir de la curva, el jockey de Dulce Amor empezó a apanicarse: su caballo, tratando de ganar el lado más cercano al barandal a Hijo de Campeón, perdió estabilidad con el lodo acumulado en la curva y empezó a deslizarse cada vez más de lado, hasta que rebasó los cuarenta y cinco grados de inclinación y su caballo perdió el equilibrio. Pese a tener las botas enganchadas al estribo, saltó involuntariamente de la silla y voló hacia fuera de la pista, rumbo al infield. Mucha suerte para él, porque al caballo caído lo embistieron los que venían casi mordiéndole el pelo de la cola. Satín Rojo, el más cercano, chocó violentamente contra el caballo caído, enviando a su propio jockey hacia adelante, cayendo encima de él, de espaldas. El grito de pánico en la gradería era unánime: la masa de hombres, caballos y lodo empezó a mostrar también trazas de sangre, tela y carne.

Ferrari Horse trató de esquivar el bloque al frente intentando una maniobra poco común en su especie, criada precisamente para la velocidad y no para el salto de obstáculos: brincó. La pericia de su jockey hizo que no cayera al piso, pero el poco común salto hizo que dejara de correr de frente y empezara a desplazarse hacia el otro barandal, el más cercano a las gradas, atravesando de lado a lado la pista de forma transversal, en lugar de seguir la pista longitudinalmente. Brincó también ese barandal, cayendo en la sección de playa, la grada contigua a la pista, en la que el público empezó a alejarse al ver acercarse el caballo peligrosamente. Su jinete logró detenerlo tras el segundo salto.

Vitrola trató de esquivar el golpe virando hacia el centro de la pista. Para su mala suerte, no alcanzó a esquivar del todo los cuartos traseros de Dulce Amor, viniendo con todo y jinete por tierra hacia el centro de la pista. Montura y jinete tuvieron suerte: pudieron levantarse sin mayor problema, pero para todo efecto práctico, fuera de la carrera.

Piglet, por su parte, alcanzó a frenar antes de chocar con los caballos y jinetes tirados al frente, aunque terminó rampante en sus patas traseras antes de detenerse, totalmente, a un palmo de narices del primer bulto frente a él. Su jinete respiró aliviado, y desmotó rápidamente para tratar de detener a los caballos sin jinete que estaban inquietos ante la circunstancia, al tiempo que Dulce Amor, con su fractura expuesta en la pata delantera izquierda, seguía tirando coces al tratar de levantarse.

El ulular de la ambulancia que estaba siguiendo la carrera a prudente distancia del último caballo por fuera de la pista, se añadió a los sonidos que llenaban el óvalo: los paramédicos bajaron de golpe, saltando el barandal hacia el infield, en dónde el primer jinete caído estaba inmóvil.

De la distante cuadra de caballos se veía venir una pick-up llena de personal de apoyo: controlar a los caballos sueltos y ayudar a los heridos no era tarea para un sólo hombre, y menos para uno que ha perdido su montura y está desorientado, como era el caso de los jockeys afectados por el accidente. Así que cuidadores y mozos de cuadra se acercaban a tratar de ayudar en el desorden imperante.

Pero la carrera no se detuvo: Hijo de Campeón seguía al frente, y los caballos del último bloque, que habían logrado esquivar la masa equina que se formó tras el accidente, aceleraron el paso al salir de la curva, esperando aprovechar al máximo la circunstancia fortuita que les había hecho avanzar cinco lugares de golpe. Ágape, Coralia, Gonganga y Gruby apretaron el paso, tratando de alcanzar a Hijo de Campeón, cuyo jinete trataba de ver por sobre su hombro el accidente que había pasado detrás de él.

Hijo de Campeón en primero, seguido de Gonganga, Gruby, Coralia y Ágape… los demás caballos están aparentemente fuera de la competencia en este momento. El sonido del narrador parecía no emocionarse por el hecho de ver uno de los peores accidentes ocurridos en este hipódromo: de los once equinos que empezaron la carrera, había uno en el piso con la pata rota, otro simplemente tirado, uno en la sección de playa de las gradas, tres detenidos como si estuvieran paseando detrás del accidente y cinco disputando los primeros lugares de la carrera.

Acelerando el trote más de lo conveniente, Gruby se acercó a menos de un cuerpo de Hijo de Campeón. Gonganga y Ágape peleaban el tercer lugar con fiera energía. Coralia venía al final, reponiéndose de un resbalón en el lodo que le hizo perder el paso. El jinete de Gruby tomó su fuete y arremetió contra el jinete de Hijo de Campeón, que no vio venir el ataque por su derecha, pues trataba de ver hacia atrás por sobre el hombro de su izquierda. El jockey de Hijo de Campeón sabía que un jinete debe concentrarse únicamente en la pista y lo que tiene al frente o, cuando más, a su lado; pero el ruido de la ambulancia, el griterío de la espantada multitud y los relinchos de los caballos le hicieron olvidar esa regla. Al sentir el golpe en su espalda, se agachó, soltando un poco la rienda, lo que su caballo entendió como una orden de aflojar el paso. Recuperó la tensión y apuró el trote del animal, no sin antes percatarse que Gruby le había alcanzado y estaba a nada de sacarle medio cuerpo de ventaja. Por el otro lado, Ágape y Gonganga recortaron también la distancia… entrando los tres prácticamente al mismo tiempo a la meta. Coralia era, indiscutiblemente, la quinta en acabar.

– El ganador es el número tres. Los jueces están revisando la foto del final de la carrera, debido a lo cerrado del resultado. Anunció el sonido local, en tanto que la pantalla gigante anunciaba el número tres en primer lugar y “Photofinish” a continuación.

Los tres minutos hasta que se anunció el resultado oficial fueron tensos: se notó que al caballo herido no habría nada que hacerle: su pierna no sanaría y su carrera estaba acabada. Con una certera inyección, le aplicaron la eutanasia en plena pista a Dulce Amor. Un camión, posteriormente, retiró el cuerpo de quien pasó de ser segundo lugar a no ser nada.

Los jueces han revisado la evidencia fotográfica y tienen un resultado. La carrera de hoy termina con tres, seis, siete y dos, en ese orden. El ganador es Gruby, seguido de Gonganga, Ágape e Hijo de Campeón, en ese orden. Tres, seis, siete, dos. ¡Así llegan! No hay ganador para la exacta de esta noche, acumulándose el premio para la siguiente semana… Por lo pronto, se abren las apuestas para la última carrera de la noche. El sonido ambiental guardó un notorio silencio.

– ¡No, no, no! ¡No es posible, no pueden hacerme esto!¡Nooooo! ¿Por qué, por qué…?

Carlos J. gritaba de una forma que parecía que era él el dueño de Dulce Amor.

– Bájale, mano… ni que hubieras perdido a tu caballo…

– Sí, cálmate… ¿Qué onda contigo?

– Amor, relájate, no es para tanto…

– ¿No es para tanto?¿No es para tanto? ¡Yo sabía, sabía que esto iba a pasar…! Sabía quienes iban a ganar, y no pude, no pude, escúchame, no pude obtener dinero con ello… No es posible, no se vale, carajo…!

– ¿Que tú sabías que algo así iba a pasar? ¡No inventes!

– Que sí, que sí… yo lo soñé, exactamente así lo soñé… Yo sabía quién iba a ganar, yo lo sabía, yo conozco el futuro…

Aunque Clara Sandra y Los Jotas trataban de calmar a su amigo, él desquitó su furia contra todos por igual: hizo un berrinche descomunal, como si hubiera perdido los $130,000.00 del premio.

La intensa rabieta de Carlos J. no le permitió percatarse de que el señor canoso que le había impedido hacer la apuesta, le reglaba el boleto ganador a Javier. “Tome, cobre esto… a ver si le paga un doctor a su amigo antes de que se le reviente el hígado”, dijo, antes de irse.

Pero no fue el único que notó -en realidad, todos lo notaron: era imposible no hacerlo- que había un joven que decía que podía ver el futuro: un señor de sombrero obscuro con un listón blanco y aspecto turbio no le quitó la vista de encima, y siguió al grupo al salir del Hipódromo hasta ver en qué carro se iban. No sólo Dulce Amor tendría graves problemas ese día… también la exhibición pública de Carlos J. tendría nefastas consecuencias.

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