Capítulo 16

Por fin llegó el día en que Carlos J. conocería al inversionista que quería sumarse a su plan. Uno de sus asistentes lo había abordado el día en que fueron al estadio Olímpico. Pero ya lo habían visto desde antes. El personaje de marras lo detectó en el Hipódromo, y empezó a seguirlo. Por supuesto que le llamó la atención encontrar a un joven que presumía que podía ver el futuro. Particularmente porque Carlos J. lo hizo muy notorio: hizo tal berrinche que la mitad del público presente en la tribuna se percató de que algo raro estaba pasando. En otras condiciones, hubiera parecido un ataque neurótico más. Pero el señor del sombrero obscuro con listón blanco no pudo evitar notar que uno de los miembros del grupo había cobrado una apuesta, si no cuantiosa, nada pequeña. Por supuesto que él no se percató de que el boleto de marras había sido el regalo de un señor canoso. Para él, el grupo sabía el resultado de la carrera desde antes.

Así que empezó a seguirlos, primero, rumbo al carro estacionado lejos del Hipódromo, en Polanco. Tomó las placas y lo hizo investigar. Localizó al dueño del automóvil, que aparentemente era uno de los padres de los jóvenes que había visto antes. Lo empezó a seguir sin mucho ahínco, ocasionalmente, hasta que un día coincidió que el carro lo traían los chicos de camino al estadio de fútbol. Cuando se está en los temas que el hombre del sombrero solía trabajar, es muy prudente aprender a reconocer a las personas sólo dándoles un vistazo, confiar en la intuición y saber cuándo hay que hacer algo. Y él lo sabía.

Su aspecto tenía una peculiaridad: a pesar de que hoy en día pocas personas usan sombrero -y más de colores contrastantes- sabía pasar desapercibido. Podía utilizar inclinaciones de la cabeza y ciertos guiños para esconder adecuadamente su mirada. No se le veía el color del cabello, y buena parte de su piel quedaba oculta pues andaba con las manos en los bolsillos y tenía un lunar en la cara, muy grande: para quien lo viera de un lado, era casi albino; pero del otro, era de un color moreno intenso. Su gabardina amplia no dejaba ver su verdadera complexión; no se sabía si era muy flaco o robusto, puesto que el corte de la ropa escondía bien su cuerpo. Paradójicamente, era una persona que podías recordar inequívocamente que la habías visto, pero no podías describirla ni saber en realidad cómo era. Y por eso podía pasar inadvertido a simple vista.

Por ello, pese a que un hombre de sombrero y gabardina debería ser muy notable en un evento como un partido de fútbol, la verdad es que no se había dado a notar hasta que se presentó con los muchachos. No accedió a darles más detalles, y simplemente con una llamada le confirmó a Carlos J. que lo vería en un restaurante ubicado en el sótano de un pequeño centro comercial poco concurrido al sur de la ciudad. Le pidió que fuera solo, y el joven, un tanto a regañadientes, aceptó. Los demás Jotas fueron con él, pero lo esperaron en un pequeño parque casi enfrente del sitio de la cita. Así, en caso de problemas estarían a tiro de piedra, pero nadie podría acusarlo de no cumplir con las extrañas indicaciones recibidas.

A la hora programada, el hombre del sombrero entró al restaurante en donde un impaciente Carlos J. esperaba noticias. Le insistió en que, si en verdad tenía la capacidad que decía poseer y estaba dispuesto a participar en el proyecto, era justo el momento para decirlo; caso contrario, era su última oportunidad para salir. El joven quiso saber más del supuesto contacto, pero el hombre del sombrero le dijo que, dado que él y su jefe estaban confiando ciegamente, lo menos que podía era hacer lo mismo y tener fe en ellos. Incómodo por no tener el control, Carlos J. aceptó la condición. El hombre del sombrero le pidió que aguardara allí unos minutos y salió del local.

Aunque la ausencia fue breve, alcanzó el tiempo para angustiar de más a Carlos J. A final de cuentas, no sabía a quién iba a ver, ni por qué, ni para qué. La verdad es que tampoco conocía ni el nombre ni la filiación del hombre del sombrero, y su extraño aspecto le empezó a dar cada vez más desconfianza a medida de que pasaba el tiempo de la espera. Entre más recordaba la situación que lo puso en ese lugar, más nervioso se ponía.

Mientras Carlos J. aumentaba su estrés, el silencio se hizo más grande en la medida en que todos los clientes del extraño lugar salían. Era raro, porque el sitio estaba inusualmente lleno para la hora y la ubicación. Seguramente las únicas personas que entraban allí eran las que sabían que allí estaba el local. Sí, era un espacio público; pero era tan privado que si algo malo pasaba dentro, la bulliciosa avenida un piso arriba jamás se enteraría.

Carlos J. notó el lugar vacío. Ni siquiera se veía ya al bartender que limpiaba cansinamente las copas cuando él entro, ni los meseros que le sirvieron el café estaban a la vista. Eso era tierra de nadie.

Carlos J. levantó la vista que había clavado en la mesa. Frente a él estaba un hombre sumamente voluminoso, alto y gordo, que él recordaba haber visto antes. No recordaba en dónde, pero tenía la total certeza de que lo había visto antes.

Me dice el Mapache Cucho que debo confiar en ti. Mi pregunta, que él no me supo responder con total certeza, es ¿por qué?

– Con mucho gusto le contestaré señor… señor… ¿Cuál es su nombre?

– Si no sabes cómo me llamo, ¿qué te hace siquiera pensar que podemos hacer algo juntos?

Carlos J. se quedó incómodo con esa respuesta. De un lado, su anfitrión tenía razón, del otro, eso era hasta descortés y poco convencional. Optó por jugar el rol del valor y no de la timidez.

No importa, señor. Usted tampoco sabe cómo me llamo yo, ni por qué estoy aquí, o sea que estamos iguales. Es un buen punto de partida.

Para el gordo corpulento, la actitud del mozalbete ese le parecía pomposa, dado que pretendía igualarse con él. Tuvo que reconocer que eso era muy poco común: por lo general las personas temblaban ante su sola presencia. Pocos se atrevían a hablar cuando él les increpaba primero, pero menos hablaban cuando no los pelaba. Era obvio que quien tenía el mando la mayoría de las veces era ese corpulento señor, que en esta ocasión no entendía la actitud del joven que estaba frente a él. Se relajó un poco al ver que no lograba intimidarlo con facilidad.

Muy bien, Señorito. Si no quiere identificarse ante mí, es su decisión. Buenas tardes.

Y el hombre corpulento se levantó para retirarse. Carlos J. dudó por un momento si debía aguantar o reaccionar. Decidió, más por pánico que por decisión consiente, no moverse de su lugar y no decir nada.

El voluminoso señor salió del salón y dejó a Carlos J. un momento a solas. Éste tragó saliva, pero se mantuvo firme en su decisión. Si era un error… ya se enteraría.

El Mapache Cucho volvió con todo y su sombrero negro con listón blanco.

– ¿Qué te pasa, chamaco baboso? ¿No te das cuenta que acabas de desairar al Amo del Sureste? ¿Pues quién te crees que eres…?

El Amo del Sureste… Ahora lo recordaba. Era un poderoso político venido a menos cuando, habiendo sido gobernador de un estado del sureste del país, fue acusado de un atentado contra un grupo de campesinos que protestaban en una carretera rural. Paradójicamente, aunque debía varias vidas, eso nada tuvo que ver con el motivo de su renuncia. Lo que sirvió para derribarlo del puesto fue que unos camarógrafos alemanes que hacían un documental sobre el cacao en esa región filmaron la agresión y en ella constaba que los policías iban directo a matar, no a detener o amedrentar. Tuvieron buen cuidado de no comentar a nadie sobre el material videográfico que tenían hasta que lo entregaron a una Organización No Gubernamental alemana. Esta hizo tal presión que el Presidente tuvo que sacrificar al Gobernador. Las investigaciones de la prensa nacional sobre sus vínculos con el narcotráfico y la trata de personas pasaron sin mayor repercusión; pero un video filmado por un grupo de alemanes pudo hacer que lo despidieran.

A pesar de ello, sus vínculos políticos y económicos en el sureste eran tan vastos y tenían tal nivel de complicidades, que seguía siendo el poder detrás del trono. Sí, mandaba y mucho; pero no lo podía hacer en público. Pero el gobernador sustituto que quedó en su lugar aprendió en menos de una semana que no podría hacer nada sin la venia de su predecesor. Tenía el cargo, sin embargo, no tenía el poder. Por su parte, pese a su desventura política el Amo pudo amasar una considerable fortuna, con el problema de que no podía exhibirla en público, para no despertar sospechas. Pero a ratos extrañaba eso, precisamente: no le bastaba ser rico o exitoso, quería que se le reconociera por ello. Y pese a todo, no podía hacerlo en esas circunstancias. Era muy incómodo para él.

Carlos J. estaba muerto de miedo, pero sabía que era su mejor estrategia el no mostrarlo, e incluso, aprovechar la aparente ventaja que le reconocía el Amo del Sureste y su asistente, al que tenía frente a sí.

– Yo no desairé a nadie. Yo sé que, si sale ahorita sin hablar conmigo, le va a ir muy mal. Yo soñé lo que le va a pasar, y si no regresa… no podrá evitarlo. Pero si no me quiere creer… La decisión es toda suya. O de Usted.

Ahora el que tenía miedo era el Mapache Cucho. Si el muchacho sabía el futuro, algo malo le pasaba a su jefe y no lo evitaban, lo culparían a él. Y si sólo estaba fingiendo… lo culparían a él. A final de cuentas, decidió arriesgarse: si el motivo para reunirlos era la capacidad del joven para ver el futuro, era momento de creerle y actuar en consecuencia.

El Mapache Cucho tenía ese mote porque había sido un operador electoral que había acompañado la ascendente carrera del Amo desde sus años de presidente municipal. Se había encargado de que ganara todas las elecciones a las que se había presentado desde entonces, tuviera la mayoría de votos, o no. De allí lo de Mapache, término coloquial para referirse a quienes organizan trampas electorales. Esto es porque el mapache semeja a un gato -término con el que se refiere a alguien que es servil y sumiso con su amo, pero taimado y traidor a la vez- pero que usa antifaz, como los ladrones de antaño, idea reforzada con su singular pigmentación facial. Y lo de Cucho venía porque en alguna de sus primeras encomiendas armado trató de disparar a alguien, habiéndole estallado la pistola en la mano, hecho que le hizo perder el dedo índice de la mano derecha, había quedado cucho según el habla popular. Por eso procuraba esconder sus manos de la vista pública, y usaba ropa ambigua para que su complexión física no fuera evidente, ya que era más bien delgado y ganaba volumen para aparecer más grande con su forma de vestir.

En fin, que pese a ser una “vaca muy toreada”, el Mapache Cucho decidió no apostar en contra de su propio descubrimiento.

– Espera aquí, le dijo a Carlos J., al tiempo que se paró casi corriendo de la mesa.

Carlos J. había jugado muy bien su estrategia: si el Amo le creía, volvería a la mesa con otra actitud. Y si no… pues salía de esa peligrosa situación sin mayor problema. Tenía todas las de ganar… a menos que le pidieran detalles específicos de su sueño sobre un peligro inminente, mismos que tendría que inventar a riesgo de equivocarse. Buena o mala, era su mano y ya la había jugado.

Decidió aventarse como un niño que salta al agua: soltándose totalmente, y confiando en que, por malo que sea lo que venga, podrá sobrevivir con algo de dolor, o sin mayor problema, pero seguir adelante de cualquier forma. Y sí, el agua salpicó a su alrededor cuándo el Amo del Sureste volvió a la mesa.

No me gustan las insolencias, jovencito; pero si lo que dice mi amigo aquí presente es cierto, lo perdonaré por esta vez. Sólo por esta vez.

– Yo ya lo sabía. Lo había soñado así, señor…

– Mario. Dígame Señor Mario. Con eso basta por ahora.

– Muy bien. Pues yo soy el Señor Carlos J.

– El señorío es algo que se gana, mozalbete.

– De acuerdo… Si no cree que lo merezco, con su permiso y buenos días…

– Intente otro desplante, jovencito. Mejores hombres que Usted han pagado con su vida esos desplantes. Conmigo no se juega.

– No, y no vine a jugar. Si quiere hacer negocios conmigo, sea serio y vayamos al grano.

– Bien. Me parece adecuado. No quiero perder mucho tiempo con Usted. Y en mi profesión, lo que sólo cuesta dinero es barato. El tiempo y la confianza, esas cosas sí tienen valor. Así que empezaremos con quinientos…

– ¿Con quinientos pesos? Perdón Señor Mario, pero no me toma en serio.

– Iba a decir quinientos millones, pero dado que cree que estoy jugando, empezaremos con quinientos mil pesos.

Carlos J. tragó saliva. Ni en sueños se había preparado para algo así.

Bien. ¿Cuál es la condición? ¿Qué quiere?

– Tiene Usted un mes para devolverme diez veces esa cifra. Lo que gane adicionalmente, es todo suyo. Y si el don que mi colaborador dice que tiene es cierto, tiene usted todos los elementos para lograr cien veces lo que le estoy dando.

– Trato hecho. Nos vemos aquí mismo en un mes y recibirá un cheque por cinco millones de pesos.

– ¿Cheque? No mi amigo, tiene usted muy poca idea de cómo se trabaja en esto…

El Amo del Sureste tronó los dedos. Entró un joven delgado, con traje negro y corte de pelo de tipo militar. Traía un portafolios negro, de combinación en cada lado.

No tiene necesidad de contarlo. Quinientos mil pesos en efectivo. Dentro de un mes vendré por cinco millones. Lo que gane extra es suyo. Y, por cierto… no está de más decirlo: esta inversión está garantizada con su vida y la de su familia. Si no logra la meta, o si algo pasa que no podamos localizarlo… Usted, sus tres amigos, su novia y sus padres no vivirán para contarlo. ¿Está claro?

– Sí señor, está claro.

– Y por cierto… El Mapache Cucho será mi contacto con Usted. En cualquier momento del día o de la noche, cuando menos lo espere, hará visitas de inspección. ¿Está claro?

– Sí señor, está claro.

Y tome en cuenta que cuando le digo que en cualquier momento, es en cualquier momento.

El Amo le entregó a Carlos J. un pequeño celular que podía guardarse en la bolsa del saco o la camisa, un Nokia 232. Obviamente, él había visto algún celular de los papás de sus amigos: era un bulto bastante grande. El tamaño de este teléfono le sorprendió. Era muy pequeño.

Quiero que lo traiga consigo en todo momento. Prendido. Le podemos marcar y convocarle en cualquier lugar y hora. Y tiene que estar disponible. ¿Está claro?

– Sí, señor. Está claro. Ya lo había soñado…

– Bien. Entonces por hoy es todo, Señor Carlos J. Puede retirarse.

Y Carlos J. salió con el pequeño aparato en la bolsa, el pesado portafolios en una mano y el corazón prácticamente fuera del pecho…

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