Capítulo 2

Clara Sandra… Ese nombre me evoca tantos recuerdos. Es importante que los tengas en mente tú también, porque estoy totalmente seguro que ya la conoces. La has visto más de una vez. Es casi imposible que no la conozcas… aunque no lo sepas aún. Tal vez no conoces su nombre. O no sepas cómo es. Pero ese espíritu de mujer joven y apasionada es inconfundible. Y su sombra está presente en muchas de las féminas jóvenes y apasionadas que han pasado cerca de tu vida. Seguro la podrás identificar.

Como muchas mujeres -y hombres- Clara Sandra tiene muy claras sus aspiraciones. Tal vez lo sepas, o lo hayas vivido también tú en alguna etapa de la vida. Tristemente, muchos de nosotros renunciamos a lograr tales sueños. Nos olvidamos ante la primera dificultad, y nos aferramos a “lo que hay”, sea o no satisfactorio. Clara no es así. Ella quiere lo que desea, y lucha por lograrlo. Es parte de su pasión y algo que la conduce por la vida.

No sabes cómo me gustaría pensar que la gran mayoría somos así. Pero no. Eso es lo que la hace destacarse a la distancia. Incluso quien no la conoce personalmente pero la ve pasar sabe que el carisma abunda en ella. Se percibe. No tiene que decirlo, simplemente, se nota. Caminar a su lado es una delicia: las miradas de los demás, la discreta admiración que no falta entre todos los hombres y un poco de envidia de las mujeres. Aunque nunca como aquel día en que un hombre, celoso de la actitud, pasó en medio de nosotros justo cuando la tenía del brazo… En fin, sabes cómo es eso. Y si no, deberías disfrutarlo alguna vez en la vida. Caminar al lado de una mujer como esa es una delicia.

Pero ese carisma tiene una base que no puede verbalizar fácilmente. Sucede que desde que era una niña notó que le pasaba algo que no era del todo común. Por supuesto, su forma de ser era un poco diferente a los demás, y si bien no sabía acertar a describirlo, lo sentía profundamente.

La verdad es que tenía la certeza de saberse protegida por los ángeles divinos. Fuera a dónde fuera, pasara lo que pasara, sabía que nada malo podría ocurrirle. ¿Y cómo podría ser de otra forma, si tenía la plena conciencia de que pase lo que pase, es para bien? Incluso la vez en que la encañonaron para asaltarla y quitarle unos cuantos pesos y su monedero con una tarjeta de ahorros, sabía que nada más grave podría pasarle. Que, incluso, entregar sus magros bienes era para bien. Una prueba de desapego, tal vez. O de confianza de que, incluso en las peores circunstancias, era una mujer bendecida.

Desde que era una niña notó que pensaba un poco más que los demás. No, no sabía hacer logaritmos y derivadas ni se aprendió con facilidad la tabla periódica de los elementos: simplemente, podía observar su entorno y pensar. Como lo hizo Da Vinci. Como lo hacen científicos y artistas por igual. Observar, aprender, aprehender, recrear. Eso lograba de manera natural, sin esfuerzo aparente.

La verdad es que se esforzaba, y mucho, por lograr eso que a ojos vista era algo imposible. Una leída y podía recordar la lección, lo mismo de historia que de biología. Pero es porque pensaba mucho. Pensaba con frecuencia e intensidad. Su memoria visual le ayudaba a recordar, pero para ello debía traducir todos los sonidos y movimientos a imágenes. Entre más absurdas, mejor: su mente se aferraba a la imagen de “Barcelona, Diario Feo”, y los cuatro silogismos básicos Barbara Celarem Darii Ferio brincaban en la clase de lógica sin mayor problema. Para todos era genial; ella sabía que simplemente era un poco más de trabajo dentro de su cabeza y menos fuera de ella, al menos respecto al común de las personas.

Sin embargo, lo que más le gustaba a Sandra era comer: los placeres de la mesa, comida gourmet o mercado sobre ruedas le fascinaban. Podía distinguir los cuatro o cinco ingredientes secretos de cualquier sazón. Al probar un melón, podía saber el tiempo que llevaba desde su corte y de qué región del país provenía el fruto. Su sentido del gusto podía traicionarla con facilidad, pues podía saborear cosas con tan sólo olerlas… incluso desde la acera de enfrente de dónde ella estaba. Y eso, créanme, no era fácil de sobrellevar. ¿Quién hacía ese chocolate caliente, tan aromático? ¿La vecina de arriba o la de abajo? ¿Quién descuidó hoy la estufa y las verduras, y hará un guiso con sabor a… quemado?

(Escucha a partir de aquí del Disco Liminal, la Pista 2, “Ella solía soñar”. http://bit.ly/Liminal_CD02  )

Pero tanto como la comida disfrutaba la música. No tenía un gusto en particular; sólo sabía que la estridencia le molestaba sobremanera. Pero fuera de eso, podía adaptarse perfectamente bien: lo mismo música de cámara barroca que música pasional para la recámara; bailar una salsa o un rock le daba igual, siempre y cuando la pareja supiera acompañarle… lo que cada vez ocurría menos. Y no porque le faltaran pretendientes: sino porque los hombres modernos no bailan. O eso dicen, al menos.

Sin embargo, lo que más deleita a Sandra es… respirar. Simple y llanamente. Puede concentrarse en su respiración con la facilidad de un maestro Zen en pleno bosque de bambú. Vaya apretujada en el metro o caminando; sobre su bicicleta o sentada, comúnmente se descubre a sí misma observando con calma su respiración. Y todos sabemos que lograr controlar ese aire, la pneuma, es el primer paso para poder meditar bien. Pero meditar en pleno mundo, mientras caminas o hablas… Eso no es tarea fácil y sin duda era el mayor logro de Sandra. Y seguramente es la base de su aspecto carismático: está consciente de su respiración. Puede mantenerla en calma incluso en las circunstancias más adversas.

Sin embargo, para quien logre observarla con calma su aspecto es de depresión. Sí, en público y a primera vista es una mujer que transmite esa paz y tranquilidad que sólo el dominio de sí mismo logra construir. Pero al observarla de manera cercana, al irla conociendo, tal parece que vive encerrada. Su forma de ser es sumamente discreta; pero es porque conlleva un aislamiento. Puedes intuir que su vida interior es muy intensa, pero no te dejará entrar a ella. Es su mundo y es propio. Hay quien dice que podría ser una gran actriz: puede transmitir profundamente emociones que no siente. Y si bien su interlocutor las sentirá, no puede decirse que ella también las tenga. Simplemente, pasa. Es como si fuera un canal: la emoción pasa a través de ella, pero no es ella.

Me dirán, tal vez con razón, que es normal entre los adolescentes no tener muy claro qué desean y qué harán para tenerlo, y que eso puede ser la causa de la depresión, real o sentida, de Clara. La verdad es que no sé qué pasa por su cabeza, lo cierto es que se nota una permanente sensación de ausencia cuándo se está cerca de ella y no hay nadie más. Sí, en la calle y al caminar brilla llena de carisma, pero al sentarse en relajación su esencia es de tristeza.

El hecho real es que esa depresión se debe, ante todo, a que no puede dormir bien. En realidad, sí duerme; lo que no le gusta -y se le nota en el cansancio acumulado y en la depresión siguiente- es soñar. Duda cuándo llega la hora de soñar, y se despierta sobresaltada. Se le nota el miedo: las manos le sudan, la cabeza le punza a veces. Se niega a dejarse llevar por sus sueños, y eso repercute en su vida cotidiana.

No era así cuando era niña: la verdad es que hubo un punto en su infancia, uno que no está del todo claro. Fue el momento en que se percató que sus sueños no eran un sueño común y corriente. Ocurrió cuando se percató que le dolía soñar. Y más que nada, le dolía ver los momentos que en el mundo normal ocurrían cosas que antes había soñado. Acaso su primer recuerdo en ese sentido fue recordar cómo su padre le llevó por un helado y, al empezar a comerlo, un par de niños jugando la empujaron y la bola se deslizó desde su barquillo y cayó pesadamente al suelo, no sin antes embarrarse en su muslo, manchando de color uva su vestido nuevo. Claro que poco antes de pedir al heladero del carrito ese sabor en particular se acordó que había soñado al mismo señor, con su inconfundible sombrero de palma, sus huaraches y un carrito de helados así de despintado, que ya ni la marca era claramente legible -era un pedazo de estampa que, en los fragmentos que no estaban rotos, acumulaba polvo y mugre sobre lo que en su momento fue pegamento de alto agarre-. Y sí, Clara dudó si quería probar el helado de uva o si prefería otro sabor. Y ahí estaba, la mancha morada sobre la tela de algodón floreado, mostrándole por primera vez el dolor de los sueños que pueden ocurrir exactamente como los ves en tu mente al dormir. Y esa mancha púrpura estaba allí, para recordárselo, ante la tristeza y molestia de su padre y las risas burlonas de los niños que se alejaban festejando su travesura.

Pese a esa depresión que le domina, Clara Sandra es una mujer sumamente positiva. Nada parece derrotarla, aunque su postura es constantemente taciturna, excepto al sentirse libre y abierta al caminar en plena calle. En corto, sin embargo, la tristeza que la domina es evidente. Es, justo es decirlo, una mujer extremadamente ética y que se opone a las injusticias.

No en balde es así: su familia nuclear es pequeña, no tiene hermanos; pero su familia extendida recuerda aquellos familiones de antaño. Cuando sus nueve tíos se juntan, y cada uno lleva entre dos y cuatro vástagos, los casi treinta primos de Clara pueden hacer un verdadero mitote. A veces, por meras tonterías; otras, por cosas de verdadera importancia. Es, sin lugar a dudas, una familia solidaria. Pero también muy intrusiva -iba a decir “metiche”, pero corro el riesgo de que alguno de ustedes vaya con el chisme, les digan que lo dije… y me vengan a cobrar la afrenta de llamarles metiches, a pesar de enterarse “de oídas” de tal afrenta imaginaria.

En buena medida por esa circunstancia de una familia grande y comunicativa a la vez, el mayor miedo de Sandra es el cometer errores. Lo percibe como un fracaso, como una imperfección imperdonable. No le gusta equivocarse, y menos que se lo digan. Era como aquella vez en que le encargaron en la escuela una cartulina con un mapa del país. En lugar de pegarlo y recortarlo, lo trazó en toda la cartulina – unas cuatro veces más grande que el mapa -. Y no era eso lo que debía hacer, por lo que al desplegar la cartulina completa con el mapa en lugar del mapa pequeño pegado en cartulina, se sintió muy enojada consigo misma cuándo las risas del salón iniciaron bajito y fueron creciendo hasta volverse, para ella, atronadoras. Y esa actitud de molestia ante sus propios errores se ha acrecentado al paso del tiempo.

La verdad es que alguna vez le han hecho exámenes médicos y resulta que su depresión no tiene causa real clara: simplemente, la depresión que padece es resultado de una tristeza endémica, de esas que empiezan un día y se van quedado como si fuera un cochambre, y al tiempo se va haciendo cada vez más dura y grande. La gente no lo sabe, pero la tristeza que causa su depresión surge del hecho de que le da miedo soñar; cuándo amanece y tiene un recuerdo de algún sueño, se pone mal y de malas; lo considera un error. Y eso, cuando dejas que se acumule, cansa y deprime más y más cada vez. Eso le pasa a Clara.

Y es que se pregunta, en secreto, ¿para qué soñar? Si sueña cosas malas, vive en angustia y miedo. Si sueña cosas buenas, cree que no van a pasar, así que se entristece cada vez más. Y si no sueña… si no sueña se siente incompleta. También he vivido alguna vez esa ronda de inconformidades y no, no se la deseo a nadie.

Pero a diferencia de nosotros, Clara Sandra tiene una cosa muy clara: las cosas malas que sueña, ocurren. A ella, o a alguien cercano, pero ocurren. Y eso le angustia mucho.

No sabe cuándo o cómo empezó a ocurrirle. El incidente del helado de uva es el primero que recuerda en que le pasó eso. Pero no está segura que haya sido el inicial. O incluso el más grave. Pero cuándo quiere olvidarse de que sus sueños malos se hacen realidad, esa fría sensación de la mancha violeta corriendo sobre su pierna se lo recuerda… y el miedo vuelve, constante.

La verdad es que, como todos los seres humanos, Clara Sandra tiene también la necesidad de sentirse amada. Es un profundo deseo humano. Pero en el caso de ella, tiene miedo. Miedo de que, quien la conozca, la juzgue; de que quien la ame, le tema. Y miedo de saber todo lo malo que le puede pasar a un ser amado, de lo que les espera. Porque debemos afrontarlo: la vida es agradable y llevadera porque nos va sorprendiendo, para bien o para mal, poco a poco. Un momento a la vez. La pena de muerte no es el peor castigo por ser la muerte, sino porque devela el cómo y cuándo ocurrirá. La pena no es la muerte, es saber cuánto tiempo te queda para vivir. Y con eso, con esa certidumbre, la vida pierde su interés. La angustia del tiempo que pasa, se acrecienta. Y para Clara Sandra, saber todo lo malo que puede acontecerle a las personas es suficiente para atemorizarla. Para deprimirla. Pese a que sabe que todo es para bien -incluso las peores cosas-. Pero no quiere ver sufrir, por anticipado y muchas veces, a quien ama. Por ello, la historia de su primer amor, de su noviazgo y de sus planes de vida es una historia que merece contarse. Es la historia que leerás a continuación. A menos, claro, que ya la hayas soñado y por lo tanto, la conozcas bien… como me pasó a mí.

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2 comentarios en «Capítulo 2»

  1. Realmente, tengo muchas preguntas sobre tu libro… Te conozco hace mucho tiempo… Y en ciertas cosas reconozco algo…