Capítulo 25

El sueño todo, en fin, lo poseía;

todo, en fin, el silencio lo ocupaba:

aun el ladrón dormía;

aun el amante no se desvelaba.

Primero Sueño,

Sor Juana Inés de la Cruz.

 

Clara Sandra está parada al lado del féretro de Carlos Jeremías. Lleva horas pasmada, en la misma posición, inmóvil. No se nota lo dañado que quedó el cuerpo tras el accidente. Ve el rostro del hombre joven al que amó tanto, reconstruido por el embalsamador. La cara del hombre con quien compartió los sueños, como con nadie más lo pudo hacer. Parece dormido, como lo vio en su casa. Nadie logra distraerla de su dolorosa guardia. Está ausente. Un poco muerta ella también.

– Así te soñé. Así mismo. Y no pude hacer nada por evitarlo.

En la sala están Los Jotas, en silencio. Javier, fiel a su estilo, reflexionando lo que había pasado, la última pelea con su amigo, la charla con Clara, el terrible accidente. Juan Andrés pensaba en las consecuencias morales del acto en que se había visto envuelto su amigo: la policía los buscaba a raíz de que encontraron un cadáver con dos disparos y, junto a él, un teléfono celular. Al ver los números recientemente marcados, dieron con el móvil que había sido de Carlos Jeremías en la escena del accidente. ¿En verdad el último acto de la vida de su amigo pasaba por un asesinato, romper con su novia y morir en un accidente? ¿Y si alguien lo había querido acallar? Pero… ¿quién y por qué?

Manuel José, por su parte, busca intuir los hechos. ¿Por qué si Carlos Jeremías iba huyendo a toda prisa, se detuvo de repente en esa esquina? ¿Por qué los testigos dicen que lo veían discutiendo con alguien más, pero no había rastros del interlocutor? ¿Dónde estaba la otra persona, que logró escapar de un choque tan fuerte?

– Ni todo mi amor ni todos nuestros sueños pudieron evitar esto, corazón mío.

Clara Sandra rompió a llorar, profundamente conmovida. Del otro lado del féretro, visible sólo para ella, empezó a formarse la figura del ángel Jeliel. Se miraron con profunda compasión mutua. Podría pensarse que la criatura angélica estaba allí para darle fuerza a ella; pero no, la congoja era mayor en el ángel que en la mujer.

– Fallé. Terrible, miserable, gravemente, fallé. No lo entiendo. No debía ser así. Fallé.

En la mejilla del ángel corría una lágrima.

– No fue tu culpa.

– Sí. Yo causé todo esto. Desde el error de hacerle presente que tenía un don cuando debía hacer que lo olvidara. Forzar las cosas entre ustedes cuando no estaban listos. Inducirlos a trabajar juntos cuando no sabían ni siquiera podían solos con sus dones aún. Y dejar que me viera… nunca debí dejar que me viera…

– Y si eso es un error, ¿por qué te dejas ver por mí?

– Porque debo enmendar mi error. Me ha dicho Rafael que debo acompañarte a un lugar especial, y que te serán reveladas más cosas importantes para ti y para los demás. Se han cambiado tanto los destinos de millones de personas, que nos ha sido autorizado revelarte de golpe lo que debías descubrir tú sola, poco a poco.

– ¿Y eso por qué?

– Debo enmendar mis errores. Y sólo tú podrás ayudarme. Mi responsabilidad en esto es enorme.

– Hágase conforme lo has dicho. Espero que no tenga que ser ahora.

– No, no será ahora. Pero pronto. Espera hasta entonces. Amen.

– Está bien. Amén.

– No. No digas “amén”, di “amen”. Ese es el primer secreto que debes conocer.

– Lo que digas. “Amen”, será entonces.

Y así como había aparecido, Jeliel se fue. Javier se acercó a Clara, a quien había visto hablar pero a solas.

– Él vino, ¿Verdad?

– ¿Quién?

– Tú sabes, el que los custodiaba.

– Sí.

– ¿Y qué te dijo, si se puede saber?

– Lo sabrás si es necesario y cuando llegue el momento. Mientras tanto…

– Lo sé. Cuentas conmigo, y lo sabes.

– Si, lo sé. Me queda claro. Gracias.

Y lo abrazó fuertemente. Se sintió segura y aliviada con ese abrazo.

Entró un empleado de la funeraria. Su traje parecía un frac de gala, no precisamente un traje sencillo.

– Disculpen la interrupción, pasaremos ya al crematorio.

La familia se acercó al féretro, la mamá de Carlos Jeremías abrazó a Clara.

– Para nosotros eras ya una hija. Él te amaba.

– Lo sé, señora; se lo agradezco.

El padre le dio un abrazo, más corto pero más fuerte. Estaba fingiendo ser fuerte.

– No dejes morir su recuerdo.

– No señor, no se preocupe. Nunca lo olvidaré.

-Gracias.

Los asistentes empezaron a despedirse. Pasó el féretro al horno, y sólo quedaron los padres de Carlos Jeremías, su hermana, Los Jotas y Clara Sandra. Cada uno en su rincón, pero todos juntos. Al cabo de unas horas, los padres recibieron las cenizas y todos se retiraron. La tristeza de la muerte de un hombre joven y prometedor quedó latente en la sala por muchos días.

***

Clara Sandra pasó varias semanas encerrada. Faltó a la escuela la primera semana tras la muerte de Carlos Jeremías. Empezó a ir para no atrasarse más, porque venía un periodo de exámenes. Pero no dialogaba con nadie. Hacía apenas una comida al día. Estaba, decididamente, deprimida.

Un día le habló Javier, y le dijo que la llevaría a visitar a su abuelo. Clara dijo que no tenía intención de conocer al abuelo de Javier; éste le aclaró que no era al suyo, sino al de ella. Clara no sabía por qué se le había ocurrido tan peregrina idea a su amigo, y más de buenas a primeras. Javier le dijo que se alistara, que estaría por ella en unos minutos. Sorprendida por la actitud, aceptó. Le dijo a sus papás que saldría a caminar, que no regresaría pronto pero que estaría bien. No quisieron molestarla más con preguntas, porque sabían que en su estado actual, animarse a salir ya era un gran logro.

– ¿Y ahora, Javier, que bicho te picó?

– Un amigo común me pidió que fuéramos. Y bueno, hay cosas que deben hacerse.

– ¿Quién te pidió semejante cosa?

– Quien habló contigo en el funeral se me presentó en sueños y me pidió que te llevara con tu abuelo. Tú sabes quién es. No sé más.

– Está bien. No entiendo por qué, pero… está bien. “Flojita y cooperando”, como dicen.

A lo largo del viaje hablaron poco. Los dos pensaron que el otro quería venir callado, y no hicieron el primer paso por comunicarse. Lo que sí, en algún tramo que la carretera lo permitía, Javier ponía su mano derecha sobre el asiento boca arriba, y Clara Sandra posaba la suya en la de él. Y así, como no queriendo la cosa, viajaron un buen tramo tomados de la mano… a ratos.

Llegaron a la casa del abuelo de Clara. No había nadie, pero la tienda estaba abierta. Esperaron un buen rato dentro del auto, y fuera del auto, y uno adentro y otro afuera; pasearon por la plaza… Y nada. Ni un alma en el pueblo. Ni había vendedores en la plaza, ni andantes en las calles. Parecía una ciudad abandonada.

Tras un buen rato de desesperante soledad, vieron pasar a alguien por la banqueta que entró a la tienda.

– Oiga buen hombre… ¿No sabe dónde está Don Miguel?

– Mmmm… No sabo. Pero cuando él no está en la tienda, se puede tomar lo que se necesite y se pone el dinero en la caja esa. Los precios de las cosas están anotados en las cajas o en las repisas. ¿Qué necesitan?

– No, no queremos nada de la tienda… Lo estamos buscando a él.

– No, pus no sé… Posiblemente está en la montaña.

– ¿En la montaña? Ah, caray… ¿Y qué hace allí en la montaña?

– ¿No saben? A veces va a la montaña, a la cueva. Allí lleva ofrendas para hacer llover y para curar a la gente. Debe estar allí ahorita, pus porque no ha llovido…

– ¿Y esa cueva está en…?

– No hay pierde: sigan esa calle; ven que da vuelta para los coches para allá. Ustedes no vayan para allá, sino para acá derecho. Hay un paso para la gente y las recuas que sigue de frente, uno que no pueden tomar los coches. Ansina nomás, sigan todo el camino, sigan el camino. Pasan los maizales, pasan el inicio del bosque y luego luego se ve una pared a su derecha: siguen la vereda hacia el pie de la pared y ahí va por el pie, hasta que termina en la cueva. Allí debe andar Don Miguel, vayan allí.

– Ok. Derecho, seguir toda la calle, hasta la vereda al pie de la montaña. Está bien.

– No hay pierde. Todo derecho. Buen día.

– Gracias, buen día para usted también.

Aunque no estaba en sus planes hacer una caminata, decidieron no esperar y seguir el camino que llevaba hacia el monte. En efecto, a poco de empezar el bosque se veía una vereda hacia la derecha, oculta por unos matorrales pero evidente por los dobleces de éstos. Se notaba que alguien había pasado hacía poco.

Encontraron en efecto la cueva, y dentro de ella, con algunas velas prendidas y vestigios de muchas otras apagadas, estaba sentado el abuelo de Clara Sandra, en una posición de meditación. No quisieron hacer ruido, pero sin moverse, el abuelo les habló.

– Hola Cassandra, bienvenida hijita. Hola joven, bienvenido.

– Hola abuelo. Pero yo no me llamo Cassandra.

– No lo sabías, hija… Pero ese es tu verdadero nombre. Clara Sandra es como te pusieron tus papás, pero tu verdadero nombre es Cassandra.

– Como la vidente del mito griego – dijo Javier. No me sorprende mucho.

– No, joven. Cassandra, como su bisabuela. Y como la bisabuela de su bisabuela. Como las mujeres con las que comparte el linaje, de las que viene y a las que han compartido ese mismo don.

– ¿Y cómo lo sabe, Don Miguel?

– Es la tradición oral de esta zona, joven. Todos saben que las mujeres de la familia podían ver el futuro en los sueños. No sé cómo lo hacen, porque ese es un secreto que se pasan de madre a hija. Así como saben que mi familia y mi linaje pueden hablar con los espíritus y los ángeles. Por eso esta niña es tan especial: nos heredó a ambas tradiciones. Pero sus padres siempre tuvieron miedo. Aunque la verdad nos hará libres, se ha dicho. Y eso es cierto, particularmente en este caso. No por temerle dejará de ocurrir.

Don Miguel, lentamente, se levantó de su posición de meditación y se acercó a abrazarla.

– Sabía que vendrías, hijita. Ya es tiempo de que hablemos.

– ¿Cómo sabías que vendría?

– Me lo dijo… un angelito.

En el borde sombreado de la cueva podía verse una figura del Arcángel San Rafael, en una talla en madera muy antigua.

– ¿Y esa escultura, Abuelo?

– La trajo Fray Amor a esta cueva, hace muchos años, hijita. Antes de que Alonso de la Vera Cruz empezara a construir la iglesia. Dijo que debía estar en contacto con la naturaleza en esta capilla natural que se hizo desde el inicio del tiempo, y que desde aquí cuidaría a las soñadoras. Y desde entonces, vienen aquí a orar y a ver el futuro. No puedes sacarla de aquí, pero aquí está. Es la herencia que tu abuela me pidió que te diera. Ya te explicará ella cómo se usa.

– Abuelo… Ella… ella está muerta.

– La muerte no es el final de la vida, hija. Hay más de lo que puedes conocer, y más en el mundo moderno que se niega a creer en las verdades profundas que existen, pero que su ciencia no entiende.

– Entonces… ¿Carlos Jeremías sigue vivo, abuelo?

– Sí, hija, sí… Pero en otro plano. Y no pierdas de vista que él se perdió. Su ambición pudo más.

– ¿Quieres decir qué…?

– No lo mal interpretes, hija. No es que esté en el infierno o algo así. Es, simplemente, que por ahora no puede contactarte. Hizo mucho mal, sin quererlo.

– ¿Por qué, Don Miguel? – preguntó Javier.

– No entendió la naturaleza de sus dones. Y para hacer que un ángel se equivoque… se requiere mucha inteligencia, mucha maña o mucha fuerza. No sé cuál fue, pero lo logró. Hay mucho daño que reparar y no será fácil.

– Yo lo amaba, abuelo…

– Lo sé, hijita: por eso lo salvaste.

– ¿Cómo que lo salvé? ¡Está muerto!

– Lo salvaste, hijita. Hasta ahora había usado para mal muy poco de sus dones. Si lo hubieras apoyado para hacerlo, o si no lo hubieras frenado, el daño sería mucho mayor. Definitivamente lo salvaste y hay que ayudar a reparar el estropicio que se hizo.

Javier seguía intrigado:

Don Miguel… ¿Qué tiene que hacer Cassandra ahora?

– Ella sola, nada. Es una tarea de equipo. Necesita alguien que la ayude, con amor, con paciencia, con un don especial. Y usted sabe quién puede hacer eso, joven.

– No lo sé, señor… Y menos si no sé qué debe hacerse.

– Lo sabrá a su tiempo, joven. No tenga duda de eso. Lo sabrá.

– ¿Y cuál es mi siguiente tarea, Abuelo?

– No sólo es tu tarea, hijita. No es para ti solita. Muchos te ayudarán, algunos porque tienen la obligación de hacerlo.

Al fondo de la cueva, una niebla empezó a formarse. En ella era posible ver, primero medio borroso y cada vez más definido un rostro… que a Javier y a Clara se les hizo conocido.

– Jealiel, serafín al servicio del Señor y encomendado por San Rafael para la tarea, deberá ayudarles a lograrla. Es lo menos que puede hacer.

– Estoy a su servicio, amigos míos.

Los dos lo saludaron y agradecieron, pero sin animarse a tocarlo. Ninguno de los dos jóvenes se vio sorprendido por la aparición del ángel. Se estaban acostumbrando a su presencia, que pocos fuera de ellos podían notar por pequeños indicios. Para el abuelo tampoco era algo extraño.

(Escucha a partir de aquí del Disco Liminal, la Pista 14, “Posibilidades”. http://bit.ly/Liminal_CD14 )

– Hay mucho qué hacer, y deberé enseñarles cómo empezar a hacerlo. Tienen que aventarse al agua, como los niños: con decisión y sin miedo.

– Está bien, Abuelo. ¿Cómo qué?

– Todo lo que has descubierto ahora, y lo que estás por conocer, amada hijita Cassandra, llegará el momento en que sea necesario que se sepa ampliamente. Los hombres y mujeres de este tiempo tienen que aprender a recordar el momento en que dejaron de construir su realidad y la aceptaron sin chistar. El momento en que aceptaron reducir su realidad a las cosas de la materia fue un error. Por eso deben recordar lo otro. Si lo hacen, estará en sus manos cambiar la realidad y descubrirán la libertad de crear nuevamente el mundo. Es su don y su derecho divino. Como tú, querida hija. No has visto que el verdadero compañero de tu vida es aquel que sí entendió el mensaje y te ha apoyado. Aquel que será capaz de descubrir la llave del secreto y exponerlo al mundo, hija. El amigo de tu difunto Carlos Jeremías, aquel que le advirtió que iba mal, y que lo defendió a él de sí mismo y a ti de él, pues comprendió. Esos muchachos con los que me visitaste eran un grupo especial, porque se complementaban. Así debía ser. Descubrieron un secreto que, para revelarse, requiere un equipo balanceado, y eso eran Los Jotas, hijita. Incluso, tú podías vincular a Carlos Jeremías con la tierra, y dejarlo soñar por sí mismo, con eso hubiera logrado la tarea; pero no le bastó. Deseaba más poder y más dinero, pues la materia era abundante en él. La magia de su nombre le abrió la capacidad de conocer el futuro, pero no supo acompañarse de su grupo. Soñar el futuro para construirlo no es algo que uno pueda hacer en solitario, hija. Debe siempre acompañarse con alguien, pues es como esta cueva, hija; es difícil camino para el hombre solo, pero acompañado, se puede lograr. Llega ya el tiempo que esperaba don Alonso de la Vera Cruz, el tiempo del que habló Fray Amor, el tiempo del que escribió Sor Juana Inés de la Cruz; el momento para que la verdad amplia sea conocida, ha llegado. Tu camino es ayudar a que Los Jotas que quedan descubran esa realidad, y que el mundo la conozca. Esa realidad que promete un gran logro para la humanidad. Deben poner todo por escrito. Porque son los receptores de la promesa maravillosa, querida: que se abrirá a todos los que lean lo que ustedes tienen que escribir. Tal vez les tome mucho tiempo. De seguro no será fácil. Pero esa es la promesa que se cumplirá en ustedes, Clara Sandra, Cassandra, amada hija; en ti y en tu compañero. Para que todos los que lo lean y lo crean, para todos los que digan “Amen” en lugar de “amén”, para todos los que amen con los hechos y no sólo de palabra… Busca ese camino, Cassandra… Ese camino busca junto con Giacommo Javier… tu verdadero compañero, niña linda. La promesa divina cumplida en ustedes, hijita, es que de nuevo los hombres serán libres, pues soñarán.

 

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