Primero Sueño

Primero Sueño

Sor Juana Inés de la Cruz, 1685

(Ortografía original del siglo XVII)

Piramidal, funesta, de la tierra

nacida sombra, al Cielo encaminaba

de vanos obeliscos punta altiva,

escalar pretendiendo las Estrellas;

si bien sus luces bellas

–exentas siempre, siempre rutilantes–

la tenebrosa guerra

que con negros vapores le intimaba

la pavorosa sombra fugitiva

burlaban tan distantes,

que su atezado ceño

al superior convexo aun no llegaba

del orbe de la Diosa

que tres veces hermosa

con tres hermosos rostros ser ostenta,

quedando sólo o dueño

del aire que empañaba

con el aliento denso que exhalaba;

y en la quietud contenta

de imperio silencioso,

sumisas sólo voces consentía

de las nocturnas aves,

tan obscuras, tan graves,

que aun el silencio no se interrumpía.

Con tardo vuelo y canto, del oído

mal, y aun peor del ánimo admitido,

la avergonzada Nictimene acecha

de las sagradas puertas los resquicios,

o de las claraboyas eminentes

los huecos más propicios

que capaz a su intento le abren brecha,

y sacrílega llega a los lucientes

faroles sacros de perenne llama,

que extingue, si no infama,

en licor claro la materia crasa

consumiendo, que el árbol de Minerva

de su fruto, de prensas agravado,

congojoso sudó y rindió forzado.

Y aquellas que su casa

campo vieron volver, sus telas hierba,

a la deidad de Baco inobedientes,

–ya no historias contando diferentes,

en forma sí afrentosa transformadas–,

segunda forman niebla,

ser vistas aun temiendo en la tiniebla,

aves sin pluma aladas:

aquellas tres oficïosas, digo,

atrevidas Hermanas,

que el tremendo castigo

de desnudas les dio pardas membranas

alas tan mal dispuestas

que escarnio son aun de las más funestas:

éstas, con el parlero

ministro de Plutón un tiempo, ahora

supersticioso indicio al agorero,

solos la no canora

componían capilla pavorosa,

máximas, negras, longas entonando,

y pausas más que voces, esperando

a la torpe mensura perezosa

de mayor proporción tal vez, que el viento

con flemático echaba movimiento,

de tan tardo compás, tan detenido,

que en medio se quedó tal vez dormido.

Éste, pues, triste son intercadente

de la asombrada turba temerosa,

menos a la atención solicitaba

que al sueño persuadía;

antes sí, lentamente,

su obtusa consonancia espaciosa

al sosiego inducía

y al reposo los miembros convidaba,

–el silencio intimando a los vivientes,

uno y otro sellando labio obscuro

con indicante dedo,

Harpócrates, la noche, silencioso;

a cuyo, aunque no duro,

si bien imperïoso

precepto, todos fueron obedientes–.

El viento sosegado, el can dormido,

éste yace, aquél quedo

los átomos no mueve,

con el susurro hacer temiendo leve,

aunque poco, sacrílego ruïdo,

violador del silencio sosegado.

El mar, no ya alterado,

ni aun la instable mecía

cerúlea cuna donde el Sol dormía;

y los dormidos, siempre mudos, peces,

en los lechos lamosos

de sus obscuros senos cavernosos,

mudos eran dos veces;

y entre ellos, la engañosa encantadora

Alcione, a los que antes

en peces transformó, simples amantes,

transformada también, vengaba ahora.

En los del monte senos escondidos,

cóncavos de peñascos mal formados

–de su aspereza menos defendidos

que de su obscuridad asegurados–,

cuya mansión sombría

ser puede noche en la mitad del día,

incógnita aun al cierto

montaraz pie del cazador experto,

–depuesta la fiereza

de unos, y de otros el temor depuesto–

yacía el vulgo bruto,

a la Naturaleza

el de su potestad pagando impuesto,

universal tributo;

y el Rey, que vigilancias afectaba,

aun con abiertos ojos no velaba.

El de sus mismos perros acosado,

monarca en otro tiempo esclarecido,

tímido ya venado,

con vigilante oído,

del sosegado ambiente

al menor perceptible movimiento

que los átomos muda,

la oreja alterna aguda

y el leve rumor siente

que aun le altera dormido.

Y en la quietud del nido,

que de brozas y lodo, instable hamaca,

formó en la más opaca

parte del árbol, duerme recogida

la leve turba, descansando el viento

del que le corta, alado movimiento.

De Júpiter el ave generosa

–como al fin Reina–, por no darse entera

al descanso, que vicio considera

si de preciso pasa, cuidadosa

de no incurrir de omisa en el exceso,

a un solo pie librada fía el peso

y en otro guarda el cálculo pequeño

–despertador reloj del leve sueño–,

porque, si necesario fue admitido,

no pueda dilatarse continuado,

antes interrumpido

del regio sea pastoral cuidado.

¡Oh de la Majestad pensión gravosa,

que aun el menor descuido no perdona!

Causa, quizá, que ha hecho misteriosa,

circular, denotando, la corona,

en círculo dorado,

que el afán es no menos continuado.

El sueño todo, en fin, lo poseía;

todo, en fin, el silencio lo ocupaba:

aun el ladrón dormía;

aun el amante no se desvelaba.

El conticinio casi ya pasando

iba, y la sombra dimidiaba, cuando

de las diurnas tareas fatigados,

–y no sólo oprimidos

del afán ponderoso

del corporal trabajo, mas cansados

del deleite también, (que también cansa

objeto continuado a los sentidos

aun siendo deleitoso:

que la Naturaleza siempre alterna

ya una, ya otra balanza,

distribuyendo varios ejercicios,

ya al ocio, ya al trabajo destinados,

en el fiel infïel con que gobierna

la aparatosa máquina del mundo)–;

así, pues, de profundo

sueño dulce los miembros ocupados,

quedaron los sentidos

del que ejercicio tienen ordinario,

–trabajo en fin, pero trabajo amado

si hay amable trabajo–,

si privados no, al menos suspendidos,

y cediendo al retrato del contrario

de la vida, que–lentamente armado–

cobarde embiste y vence perezoso

con armas soñolientas,

desde el cayado humilde al cetro altivo,

sin que haya distintivo

que el sayal de la púrpura discierna:

pues su nivel, en todo poderoso,

gradúa por exentas

a ningunas personas,

desde la de a quien tres forman coronas

soberana tiara,

hasta la que pajiza vive choza;

desde la que el Danubio undoso dora,

a la que junco humilde, humilde mora;

y con siempre igual vara

(como, en efecto, imagen poderosa

de la muerte) Morfeo

el sayal mide igual con el brocado.

El alma, pues, suspensa

del exterior gobierno,–en que ocupada

en material empleo,

o bien o mal da el día por gastado–,

solamente dispensa

remota, si del todo separada

no, a los de muerte temporal opresos

lánguidos miembros, sosegados huesos,

los gajes del calor vegetativo,

el cuerpo siendo, en sosegada calma,

un cadáver con alma,

muerto a la vida y a la muerte vivo,

de lo segundo dando tardas señas

el del reloj humano

vital volante que, si no con mano,

con arterial concierto, unas pequeñas

muestras, pulsando, manifiesta lento

de su bien regulado movimiento.

Este, pues, miembro rey y centro vivo

de espíritus vitales,

con su asociado respirante fuelle

–pulmón, que imán del viento es atractivo,

que en movimientos nunca desiguales

o comprimiendo ya, o ya dilatando

el musculoso, claro arcaduz blando,

hace que en el resuelle

el que le circunscribe fresco ambiente

que impele ya caliente,

y él venga su expulsión haciendo activo

pequeños robos al calor nativo,

algún tiempo llorados,

nunca recuperados,

si ahora no sentidos de su dueño,

que, repetido, no hay robo pequeño–;

éstos, pues, de mayor, como ya digo,

excepción, uno y otro fiel testigo,

la vida aseguraban,

mientras con mudas voces impugnaban

la información, callados, los sentidos

–con no replicar sólo defendidos–,

y la lengua que, torpe, enmudecía,

con no poder hablar los desmentía.

Y aquella del calor más competente

científica oficina,

próvida de los miembros despensera,

que avara nunca y siempre diligente,

ni a la parte prefiere más vecina

ni olvida a la remota,

y en ajustado natural cuadrante

las cuantidades nota

que a cada cuál tocarle considera,

del que alambicó quilo el incesante

calor, en el manjar que–medianero

piadoso–entre él y el húmedo interpuso

su inocente substancia,

pagando por entero

la que, ya piedad sea, o ya arrogancia,

al contrario voraz necio lo expuso,

–merecido castigo, aunque se excuse,

al que en pendencia ajena se introduce–;

ésta, pues, si no fragua de Vulcano,

templada hoguera del calor humano,

al cerebro envïaba

húmedos, más tan claros los vapores

de los atemperados cuatro humores,

que con ellos no sólo no empañaba

los simulacros que la estimativa

dio a la imaginativa

y aquésta, por custodia más segura,

en forma ya más pura

entregó a la memoria que, oficiosa,

grabó tenaz y guarda cuidadosa,

sino que daban a la fantasía

lugar de que formase

imágenes diversas. * Y del modo

que en tersa superficie, que de Faro

cristalino portento, asilo raro

fue, en distancia longísima se vían

(sin que ésta le estorbase)

del reino casi de Neptuno todo

las que distantes le surcaban naves,

–viéndose claramente

en su azogada luna

el número, el tamaño y la fortuna

que en la instable campaña transparente

arresgadas tenían,

mientras aguas y vientos dividían

sus velas leves y sus quillas graves–:

así ella, sosegada, iba copiando

las imágenes todas de las cosas,

y el pincel invisible iba formando

de mentales, sin luz, siempre vistosas

colores, las figuras

no sólo ya de todas las criaturas

sublunares, más aun también de aquéllas

que intelectuales claras son Estrellas,

y en el modo posible

que concebirse puede lo invisible,

en sí, mañosa, las representaba

y al Alma las mostraba.

La cual, en tanto, toda convertida

a su inmaterial Ser y esencia bella,

aquella contemplaba,

participada de alto Ser, centella

que con similitud en sí gozaba;

y juzgándose casi dividida

de aquella que impedida

siempre la tiene, corporal cadena,

que grosera embaraza y torpe impide

el vuelo intelectual con que ya mide

la cuantidad inmensa de la Esfera,

ya el curso considera

regular, con que giran desiguales

los cuerpos celestiales,

–culpa si grave, merecida pena

(torcedor del sosiego, riguroso)

de estudio vanamente judicioso–,

puesta, a su parecer, en la eminente

cumbre de un monte a quien el mismo Atlante

que preside gigante

a los demás, enano obedecía,

y Olimpo, cuya sosegada frente

nunca de aura agitada

consintió ser violada,

aun falda suya ser no merecía:

pues las nubes:–que opaca son corona

de la más elevada corpulencia,

del volcán más soberbio que en la tierra

gigante erguido intima al cielo guerra–,

apenas densa zona

de su altiva eminencia,

o a su vasta cintura

cíngulo tosco son, que–mal ceñido–

o el viento lo desata sacudido,

o vecino el calor del Sol lo apura.

A la región primera de su altura,

(ínfima parte, digo, dividiendo

en tres su continuado cuerpo horrendo),

el rápido no pudo, el veloz vuelo

del águila–que puntas hace al Cielo

y al Sol bebe los rayos pretendiendo

entre sus luces colocar su nido–

llegar; bien que esforzando

más que nunca el impulso, ya batiendo

las dos plumadas velas, ya peinando

con las garras el aire, ha pretendido,

tejiendo de los átomos escalas,

que su inmunidad rompan sus dos alas.

Las Pirámides dos–ostentaciones

de Menfis vano y de la Arquitectura

último esmero, si ya no pendones

fijos, no tremolantes–, cuya altura

coronada de bárbaros trofeos

tumba y bandera fue a los Ptolomeos,

que al viento, que a las nubes publicaba

(si ya también al Cielo no decía)

de su grande, su siempre vencedora

ciudad–ya Cairo ahora–

las que, porque a su copia enmudía,

la Fama no cantaba.

Gitanas glorias, Ménficas proezas,

aun en el viento, aun en el Cielo impresas:

éstas,–que en nivelada simetría

su estatura crecía

con tal diminución, con arte tanto,

que (cuanto más al Cielo caminaba)

a la vista, que lince la miraba,

entre los vientos se desparecía,

sin permitir mirar la sutil punta

que al primer orbe finge que se junta,

hasta que fatigada del espanto,

no descendida, sino despeñada

se hallaba al pie de la espaciosa basa,

tarde o mal recobrada

del desvanecimiento

que pena fue no escasa

del visüal alado atrevimiento–,

cuyos cuerpos opacos

no al Sol opuestos, antes avenidos

con sus luces, si no confederados

con él (como, en efecto, confinantes),

tan del todo bañados

de su resplandor eran, que –lucidos–

nunca de calorosos caminantes

al fatigado aliento, a los pies flacos,

ofrecieron alfombra

aun de pequeña, aun de señal de sombra

éstas, que glorias ya sean Gitanas,

o elaciones profanas,

bárbaros jeroglíficos de ciego

error, según el Griego

ciego también, dulcísimo Poeta,

–si ya, por las que escribe

Aquileyas proezas

o marciales de Ulises sutilezas,

la unión no le recibe

de los Historiadores, o le acepta

(cuando entre su catálogo le cuente)

que gloria más que número le aumente–,

de cuya dulce serie numerosa

fuera más fácil cosa

al temido Tonante

el rayo fulminante

quitar, o la pesada

a Alcides clava herrada,

que un hemistiquio sólo

de los que le dictó propicio Apolo:

según de Homero, digo, la sentencia,

las Pirámides fueron materiales

tipos solos, señales exteriores

de las que, dimensiones interiores,

especies son del Alma intencionales:

que como sube en piramidal punta

al Cielo la ambiciosa llama ardiente,

así la humana mente

su figura trasunta,

y a la Causa Primera siempre aspira,

–céntrico punto donde recta tira

la línea, si ya no circunferencia,

que contiene, infinita, toda esencia–.

éstos, pues, Montes dos artificiales

(bien maravillas, bien milagros sean),

y aun aquella blasfema altiva Torre

de quien hoy dolorosas son señales

–no en piedras, sino en lenguas desiguales,

porque voraz el tiempo no las borre–

los idiomas diversos que escasean

el socïable trato de las gentes

(haciendo que parezcan diferentes

los que unos hizo la Naturaleza,

de la lengua por sólo la extrañeza),

si fueran comparados

a la mental pirámide elevada

donde, sin saber cómo, colocada

el Alma se miró, tan atrasados

se hallaran, que cualquiera

gradüara su cima por Esfera:

pues su ambicioso anhelo,

haciendo cumbre de su propio vuelo,

en la más eminente

la encumbró parte de su propia mente,

de sí tan remontada, que creía

que a otra nueva región de sí salía.

En cuya casi elevación inmensa,

gozosa mas suspensa,

suspensa pero ufana,

y atónita aunque ufana, la suprema

de lo sublunar Reina soberana,

la vista perspicaz, libre de anteojos,

de sus intelectuales bellos ojos,

(sin que distancia tema

ni de obstáculo opaco se recele,

de que interpuesto algún objeto cele),

libre tendió por todo lo crïado:

cuyo inmenso agregado,

cúmulo incomprehensible,

aunque a la vista quiso manifiesto

dar señas de posible,

a la comprehensión no, que–entorpecida

con la sobra de objetos, y excedida

de la grandeza de ellos su potencia–,

retrocedió cobarde.

Tanto no, del osado presupuesto,

revocó la intención, arrepentida,

la vista que intentó descomedida

en vano hacer alarde

contra objeto que excede en excelencia

las líneas visuales,

–contra el Sol, digo, cuerpo luminoso,

cuyos rayos castigo son fogoso,

que fuerzas desiguales

despreciando, castigan rayo a rayo

el confïado, antes atrevido

y ya llorado ensayo,

(necia experiencia que costosa tant

fue, que ícaro ya, su propio llanto

lo anegó enternecido)–,

como el entendimiento, aquí vencido

no menos de la inmensa muchedumbre

(de tanta maquinosa pesadumbre

de diversas especies, conglobado

esférico compuesto),

que de las cualidades

de cada cual, cedió; tan asombrado,

que–entre la copia puesto,

pobre con ella en las neutralidades

de un mar de asombros, la elección confusa–,

equivocó las ondas zozobraba;

y por mirarlo todo, nada vía,

ni discernir podía

(bota la facultad intelectiva

en tanta, tan difusa

incomprehensible especie que miraba

desde el un eje en que librada estriba

la máquina voluble de la Esfera,

al contrapuesto polo)

las partes, ya no solo,

que al universo todo considera

serle perfeccionantes,

a su ornato, no mas, pertenecientes;

Mas ni aun las que integrantes

miembros son de su cuerpo dilatado,

proporcionadamente competentes.

Mas como al que ha usurpado

diuturna obscuridad, de los objetos

visibles los colores,

si súbitos le asaltan resplandores,

con la sobra de luz queda más ciego

–que el exceso contrarios hace efectos

en la torpe potencia, que la lumbre

del Sol admitir luego

no puede por la falta de costumbre–,

y a la tiniebla misma, que antes era

tenebroso a la vista impedimento,

de los agravios de la luz apela,

y una vez y otra con la mano cela

de los débiles ojos deslumbrados

los rayos vacilantes,

sirviendo ya–piadosa medianera—

la sombra de instrumento

para que recobrados

por grados se habiliten,

porque después constantes

su operación más firmes ejerciten,

–recurso natural, innata ciencia

que confirmada ya de la experiencia,

maestro quizá mudo,

retórico ejemplar, inducir pudo

a uno y otro Galeno

para que del mortífero veneno,

en bien proporcionadas cantidades

escrupulosamente regulando

las ocultas nocivas cualidades,

ya por sobrado exceso

de cálidas o frías,

o ya por ignoradas simpatías

o antipatías con que van obrando

las causas naturales su progreso,

(a la admiración dando, suspendida,

efecto cierto en causa no sabida,

con prolijo desvelo y remirada

empírica atención, examinada

en la bruta experiencia,

por menos peligrosa),

la confección hicieran provechosa,

último afán de la Apolínea ciencia,

de admirable trïaca,

¡que así del mal el bien tal vez se saca!–:

no de otra suerte el Alma, que asombrada

de la vista quedó de objeto tanto,

la atención recogió, que derramada

en diversidad tanta, aun no sabía

recobrarse a sí misma del espanto

que portentoso había

su discurso calmado,

permitiéndole apenas

de un concepto confuso

el informe embrïón que, mal formado,

inordinado caos retrataba

de confusas especies que abrazaba,

–sin orden avenidas,

sin orden separadas,

que cuanto más se implican combinadas

tanto más se disuelven desunidas,

de diversidad llenas–,

ciñendo con violencia lo difuso

de objeto tanto, a tan pequeño vaso,

(aun al más bajo, aun al menor, escaso).

Las velas, en efecto, recogidas,

que fïó inadvertidas

traidor al mar, al viento ventilante,

–buscando, desatento,

al mar fidelidad, constancia al viento–,

mal le hizo de su grado

en la mental orilla

dar fondo, destrozado,

al timón roto, a la quebrada entena,

besando arena a arena

de la playa el bajel, astilla a astilla,

donde–ya recobrado–

el lugar usurpó de la carena

cuerda refleja, reportado aviso

de dictamen remiso:

que, en su operación misma reportado,

más juzgó conveniente

a singular asunto reducirse,

o separadamente

una por una discurrir las cosas

que vienen a ceñirse

en las que artificiosas

dos veces cinco son Categorías:

reducción metafísica que enseña

(los entes concibiendo generales

en sólo unas mentales fantasías

donde de la materia se desdeña

el discurso abstraído)

ciencia a formar de los universales,

reparando, advertido,

con el arte el defecto

de no poder con un intüitivo

conocer acto todo lo crïado,

sino que, haciendo escala, de un concepto

en otro va ascendiendo grado a grado,

y el de comprender orden relativo

sigue, necesitado

del del entendimiento

limitado vigor, que a sucesivo

discurso fía su aprovechamiento:

cuyas débiles fuerzas, la doctrina

con doctos alimentos va esforzando,

y el prolijo, si blando,

continuo curso de la disciplina,

robustos le va alientos infundiendo,

con que más animoso

al palio glorïoso

del empeño más arduo, altivo aspira,

los altos escalones ascendiendo,

–en una ya, ya en otra cultivado

facultad–, hasta que insensiblemente

la honrosa cumbre mira

término dulce de su afán pesado

(de amarga siembra, fruto al gusto grato,

que aun a largas fatigas fue barato),

y con planta valiente

la cima huella de su altiva frente.

De esta serie seguir mi entendimiento

el método quería,

o del ínfimo grado

del ser inanimado

(menos favorecido,

si no más desvalido,

de la segunda causa productiva),

pasar a la más noble jerarquía

que, en vegetable aliento,

primogénito es, aunque grosero,

de Thetis,–el primero

que a sus fértiles pechos maternales,

con virtud atractiva,

los dulces apoyó manantïales

de humor terrestre, que a su nutrimento

natural es dulcísimo alimento–,

y de cuatro adornada operaciones

de contrarias acciones,

ya atrae, ya segrega diligente

lo que no serle juzga conveniente,

ya lo superfluo expele, y de la copia

la substancia más útil hace propia;

y–esta ya investigada–,

forma inculcar más bella

(de sentido adornada,

y aun más que de sentido, de aprehensiva

fuerza imaginativa),

que justa puede ocasionar querella

–cuando afrenta no sea–

de la que más lucida centellea

inanimada Estrella,

bien que soberbios brille resplandores,

–que hasta a los Astros puede superiores,

aun la menor criatura, aun la más baja,

ocasionar envidia, hacer ventaja–;

y de este corporal conocimiento

haciendo, bien que escaso, fundamento,

al supremo pasar maravilloso

compuesto triplicado,

de tres acordes líneas ordenado

y de las formas todas inferiores

compendio misterioso:

bisagra engarzadora

de la que más se eleva entronizada

Naturaleza pura

y de la que, criatura

menos noble, se ve más abatida:

no de las cinco solas adornada

sensibles facultades,

mas de las interiores

que tres rectrices son, ennoblecida,

–que para ser señora

de las demás, no en vano

la adornó Sabia Poderosa Mano–:

fin de Sus obras, círculo que cierra

la Esfera con la tierra,

última perfección de lo criado

y último de su Eterno Autor agrado,

en quien con satisfecha complacencia

Su inmensa descansó magnificencia:

fábrica portentosa

que, cuanto más altiva al Cielo toca,

sella el polvo la boca,

–de quien ser pudo imagen misteriosa

la que águila Evangélica, sagrada

visión en Patmos vio, que las Estrellas

midió y el suelo con iguales huellas,

o la estatua eminente

que del metal mostraba más preciado

la rica altiva frente,

y en el más desechado

material, flaco fundamento hacía,

con que a leve vaivén se deshacía–:

el Hombre, digo, en fin, mayor portento

que discurre el humano entendimiento;

compendio que absoluto

parece al ángel, a la planta, al bruto;

cuya altiva bajeza

toda participó Naturaleza.

¿Por qué? Quizá porque más venturosa

que todas, encumbrada

a merced de amorosa

Unión sería. ¡Oh, aunque repetida,

nunca bastantemente bien sabida

merced, pues ignorada

en lo poco apreciada

parece, o en lo mal correspondida!

Estos, pues, grados discurrir quería

unas veces; pero otras, disentía,

excesivo juzgando atrevimiento

el discurrirlo todo,

quien aun la más pequeña,

aun la más fácil parte no entendía

de los más manüales

efectos naturales;

quien de la fuente no alcanzó risueña

el ignorado modo

con que el curso dirige cristalino

deteniendo en ambages su camino,

–los horrorosos senos

de Plutón, las cavernas pavorosas

del abismo tremendo,

las campañas hermosas,

los Eliseos amenos,

tálamo ya de su triforme esposa,

clara pesquisidora registrando,

(útil curiosidad, aunque prolija,

que de su no cobrada bella hija

noticia cierta dio a la rubia Diosa,

cuando montes y selvas trastornando,

cuando prados y bosques inquiriendo,

su vida iba buscando

y del dolor su vida iba perdiendo)–;

quien de la breve flor aun no sabía

por qué ebúrnea figura

circunscribe su frágil hermosura:

mixtos, por qué, colores

–confundiendo la grana en los albores–

fragante le son gala:

ambares por qué exhala,

y el leve, si más bello

ropaje al viento explica,

que en una y otra fresca multiplica

hija, formando pompa escarolada

de dorados perfiles cairelada,

que –roto del capillo el blanco sello–

de dulce herida de la Cipria Diosa

los despojos ostenta jactanciosa,

si ya el que la colora,

candor al alba, púrpura al aurora

no le usurpó y, mezclado,

purpúreo es ampo, rosicler nevado:

tornasol que concita

los que del prado aplausos solicita,

preceptor quizá vano

–si no ejemplo profano–

de industria femenil que el más activo

veneno, hace dos veces ser nocivo

en el velo aparente

de la que finge tez resplandeciente.

Pues si a un objeto solo, –repetía

tímido el Pensamiento–,

huye el conocimiento

y cobarde el discurso se desvía;

si a especie segregada

–como de las demás independiente,

como sin relación considerada–

da las espaldas el entendimiento,

y asombrado el discurso se espeluza

del difícil certamen que rehúsa

acometer valiente,

porque teme cobarde

comprehenderlo o mal, o nunca, o tarde,

¿cómo en tan espantosa

máquina inmensa discurrir pudiera,

cuyo terrible incomportable peso

–si ya en su centro mismo no estribara–

de Atlante a las espaldas agobiara,

de Alcides a las fuerzas excediera;

y el que fue de la Esfera

bastante contrapeso,

pesada menos, menos ponderosa

su máquina juzgara, que la empresa

de investigar a la Naturaleza?

Otras –más esforzado–

demasiada acusaba cobardía

el lauro antes ceder, que en la lid dura

haber siquiera entrado,

y al ejemplar osado

del claro joven la atención volvía,

–auriga altivo del ardiente carro–,

y el, si infeliz, bizarro

alto impulso, el espíritu encendía:

donde el ánimo halla

–más que el temor ejemplos de escarmiento–

abiertas sendas al atrevimiento,

que una ya vez trilladas, no hay castigo

que intento baste a remover segundo,

(segunda ambición, digo).

Ni el panteón profundo

–cerúlea tumba a su infeliz ceniza–,

ni el vengativo rayo fulminante

mueve, por más que avisa,

al ánimo arrogante

que, el vivir despreciando, determina

su nombre eternizar en su ruina.

Tipo es, antes, modelo:

ejemplar pernicioso

que alas engendra a repetido vuelo,

del ánimo ambicioso

que –del mismo terror haciendo halago

que al valor lisonjea–,

las glorias deletrea

entre los caracteres del estrago.

O el castigo jamás se publicara,

porque nunca el delito se intentara:

político silencio antes rompiera

los autos del proceso,

–circunspecto estadista–;

o en fingida ignorancia simulara,

o con secreta pena castigara

el insolente exceso,

sin que a popular vista

el ejemplar nocivo propusiera:

que del mayor delito la malicia

peligra en la noticia,

contagio dilatado trascendiendo;

porque singular culpa sólo siendo,

dejara más remota a lo ignorado

su ejecución, que no a lo escarmentado.

Mas mientras entre escollos zozobraba

confusa la elección, sirtes tocando

de imposibles, en cuantos intentaba

rumbos seguir, –no hallando

materia en que cebarse

el calor ya, pues su templada llama

(llama al fin, aunque más templada sea,

que si su activa emplea

operación, consume, si no inflama)

sin poder excusarse

había lentamente

el manjar trasformado,

propia substancia de la ajena haciendo:

y el que hervor resultaba bullicioso

de la unión entre el húmedo y ardiente,

en el maravilloso

natural vaso, había ya cesado

(faltando el medio), y consiguientemente

los que de él ascendiendo

soporíferos, húmedos vapores

el trono racional embarazaban

(desde donde a los miembros derramaban

dulce entorpecimiento),

a los suaves ardores

del calor consumidos,

las cadenas del sueño desataban:

y la falta sintiendo de alimento

los miembros extenuados,

del descanso cansados,

ni del todo despiertos ni dormidos,

muestras de apetecer el movimiento

con tardos esperezos

ya daban, extendiendo

los nervios, poco a poco, entumecidos,

y los cansados huesos

(aun sin entero arbitrio de su dueño)

volviendo al otro lado–,

a cobrar empezaron los sentidos,

dulcemente impedidos

del natural beleño,

su operación, los ojos entreabriendo.

Y del cerebro, ya desocupado,

las fantasmas huyeron

y –como de vapor leve formadas–

en fácil humo, en viento convertidas,

su forma resolvieron.

Así linterna mágica, pintadas

representa fingidas

en la blanca pared varias figuras,

de la sombra no menos ayudadas

que de la luz: que en trémulos reflejos

los competentes lejos

guardando de la docta perspectiva,

en sus ciertas mensuras

de varias experiencias aprobadas,

la sombra fugitiva,

que en el mismo esplendor se desvanece,

cuerpo finge formado,

de todas dimensiones adornado,

cuando aun ser superficie no merece.

En tanto el Padre de la Luz ardiente,

de acercarse al Oriente

ya el término prefijo conocía,

y al antípoda opuesto despedía

con transmontantes rayos:

que –de su luz en trémulos desmayos–

en el punto hace mismo su Occidente,

que nuestro Oriente ilustra luminoso.

Pero de Venus, antes, el hermoso

apacible lucero

rompió el albor primero,

y del viejo Tithón la bella esposa

–amazona de luces mil vestida,

contra la noche armada,

hermosa si atrevida,

valiente aunque llorosa–,

su frente mostró hermosa

de matutinas luces coronada,

aunque tierno preludio, ya animoso,

del Planeta fogoso,

que venía las tropas reclutando

de bisoñas vislumbres,

–las más robustas, veteranas lumbres

para la retaguardia reservando–,

contra la que, tirana usurpadora

del imperio del día,

negro laurel de sombras mil ceñía

y con nocturno cetro pavoroso

las sombras gobernaba,

de quien aun ella misma se espantaba.

Pero apenas la bella precursora

signifera del Sol, el luminoso

en el Oriente tremoló estandarte,

tocando al arma todos los suaves

si bélicos clarines de las aves,

(diestros, aunque sin arte,

trompetas sonorosos),

cuando, –como tirana al fin, cobarde,

de recelos medrosos

embarazada, bien que hacer alarde

intentó de sus fuerzas, oponiendo

de su funesta capa los reparos,

breves en ella de los tajos claros

heridas recibiendo,

(bien que mal satisfecho su denuedo,

pretexto mal formado fue del miedo,

su débil resistencia conociendo)–,

a la fuga ya casi cometiendo

más que a la fuerza, el medio de salvarse,

ronca tocó bocina

a recoger los negros escuadrones

para poder en orden retirarse,

cuando de más vecina

plenitud de reflejos fue asaltada,

que la punta rayó más encumbrada

de los del Mundo erguidos torreones.

Llegó, en efecto, el Sol cerrando el giro

que esculpió de oro sobre azul zafiro:

de mil multiplicados

mil veces puntos, flujos mil dorados

–líneas, digo, de luz clara–, salían

de su circunferencia luminosa,

pautando al Cielo la cerúlea plana;

y a la que antes funesta fue tirana

de su imperio, atropadas embestían:

que sin concierto huyendo presurosa

–en sus mismos horrores tropezando–

su sombra iba pisando,

y llegar al Ocaso pretendía

con el (sin orden ya) desbaratado

ejército de sombras, acosado

de la luz que el alcance le seguía.

Consiguió, al fin, la vista del Ocaso

el fugitivo paso,

y –en su mismo despeño recobrada

esforzando el aliento en la rüina–,

en la mitad del globo que ha dejado

el Sol desamparada,

segunda vez rebelde determina

mirarse coronada,

mientras nuestro Hemisferio la dorada

ilustraba del Sol madeja hermosa,

que con luz judiciosa

de orden distributivo, repartiendo

a las cosas visibles sus colores

iba, y restituyendo

entera a los sentidos exteriores

su operación, quedando a luz más cierta

el mundo iluminado y yo despierta.

Fuente: http://es.wikisource.org/wiki/Primero_Sueño

1 comentario en «Primero Sueño»

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