Capítulo 15

Clara Sandra está muy angustiada. No logra quitarse el miedo de la cabeza. Le preocupa que Carlos J. esté cambiando tanto, con ella y hacia los demás.
El muchacho que le llamó la atención está desapareciendo a pasos agigantados, mientras que el hombre ambicioso en que se ha convertido está tomando posesión cada vez más.
Ella no logra comprender qué le está pasando a su amado novio: sí, sabe que es ella la que le enseñó primero su don de ver el futuro, pero era porque quería alguien que la apoyara, que la hiciera fuerte en sus momentos de debilidad. Pero ahora se siente cada vez más atrapada en una relación que drena sus energías y la hace sufrir.
– ¿Qué estará pasando? ¿Acaso soy yo quien no logra comprenderlo? A final de cuentas, pasé algo similar a lo que él está viviendo, y no me fue fácil. Me hubiera gustado tener a alguien que me apoyara y comprendiera. Pero… ¿Es mi culpa no entenderlo?
El dilema de Clara Sandra es relativamente común: gente sana que se acusa de no ser lo suficientemente buena apoyando… a gente enferma que quiere mantenerse enferma. Y así no se puede. Cada quien tiene que asumir sus conductas y las consecuencias de éstas.
Por su parte, Carlos J. no ve que está obrando mal. De entrada, no entiende la naturaleza de lo que está pasando. Únicamente ve el beneficio que puede llegar a obtener de ello. No se da cuenta de que las acciones individuales tienen repercusiones que pueden llegar a ser muy graves si no se atienden adecuadamente. Cada acto que realizamos genera un eco que resuena en la eternidad. Por pequeño que sea, todo va generando efectos que se entrelazan unos con otros y pueden cambiar radicalmente los resultados.
En la reciente crisis de 1995 hay una anécdota que explica esa conexión. Dicen que el ex secretario de Hacienda, Pedro Aspe, tenía una línea de teléfono directa, que contestaba incluso sin secretarias. Directamente él la atendía. Y era un número tan exclusivo que únicamente lo compartía con personas realmente influyentes de los mercados mundiales. George Soros tenía ese número. El presidente de la Reserva Federal. El Secretario del Tesoro de Estados Unidos. Los directores de los principales bancos de inversión del mundo, incluyendo los principales acreedores de México. Los diez hombres más ricos del país. La condición para tener el número directo era no utilizarlo. Podían marcarle únicamente en casos de suma gravedad, que no pudieran esperar los causes normales. Si sonaba ocupado, volvían a marcar hasta que contestara. Incluso si no estaba en la oficina, alguien tomaba el recado y localizaba al Secretario en donde estuviera y le pasaba el mensaje de inmediato. Así salvamos las posibles crisis económicas derivadas del surgimiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional o del asesinato de Luis Donaldo Colosio, y un par de problemas más. El Secretario estaba siempre disponible. Pues bien, en la remodelación de la oficina para su sucesor, Jaime Serra, uno de los mozos “arrancó” el cable de la pared, involuntariamente, al mover los muebles. Cuando en diciembre de 1994 los canales normales no se daban abasto y el Secretario de Hacienda “desapareció” de la línea privada para todos sus contactos, el pánico corrió. Por más que marcaban, nunca contestaba. Y no es porque sonara ocupado. Serra no sabía que no tenía esa línea funcionando. Los principales banqueros sacaron su dinero de México, generando una corrida financiera que nos costó el 7% del Producto Interno Bruto en la peor crisis en nuestra historia. Y todo por un señor que, perezoso, arrastró un mueble en lugar de cargarlo y no le dijo nada a nadie de su “error de diciembre”: arrancar por accidente un cable de un teléfono que aparentemente nadie usaba. Aún seguimos pagando la deuda derivada de esa falla.


Pero el cambio que se aprecia en Carlos J. no es sólo un error. Es que ha caído en las garras de la soberbia, ese terrible virus que se inocula en las personas cuando creen que son más, que pueden más, que tienen más logros o que merecen más reconocimiento. Muchas de las personas realmente importantes que puedes llegar a tratar son humildes y sencillas, lo que refuerza su aura de grandeza. Los patanes que te tratan mal “porque pueden”, no merecen la menor atención posible. Pero con frecuencia se las ingenian para tenerla en abundancia.
Carlos J. no había llegado a ese extremo, sólo había causado el nerviosismo de Clara Sandra, quien dudaba que su novio fuera la misma persona con la que había empezado una relación. Lo notaba cada vez más frío y distante; le guardaba secretos que antes no tenía y le hacía sentir que no era de toda su confianza.
No era la única preocupada: con frecuencia, el ángel de la guarda de Carlos J. se veía mortificado. Él, mejor que los humanos, sabía en qué podía terminar ese tobogán moral en el que su protegido estaba entrando: empezaba tolerando una pequeña transgresión. Tal vez una borrachera excesiva. Luego, aceptaba un negocio dudoso. Una relación fuera de su relación. Más negocios dudosos. Una trampa, una estafa, una falla más grave. Eventualmente, un crimen. Y otro, y otro más, hasta que no pudiera parar y todo fuera matar o morir, perder el sentido y el sabor de la vida. Y lo que ahora podía frenarse fácilmente, se volvía algo incontrolable más adelante. Pero las normas de su tarea le impedían actuar directamente en la vida de su protegido. Por eso estaba particularmente nervioso: al tratar de hacer que olvidara todo respecto a los sueños proféticos, lo había anclado en la mente del joven. Y ahora, involuntariamente, aceleraba su proceso de caída. Difícil caso para él también.
Clara Sandra trató de hablar con él del tema. No fue una charla fácil.
– Amor, estoy preocupada por lo que está pasando…
– No veo que esté pasando nada malo.
– Sucede que ya no me escuchas.
– No observo que eso sea malo, amor… Tranquilízate, que me estresas más.
– Quería decirte que me preocupa lo que está pasando. Si ya era bastante estresante que yo soñara el futuro, me pone muy nerviosa que a ti te esté pasando también…
– ¿No ves la diferencia? A ti te ocurría, sin quererlo y sin saber cómo controlarlo; por el contrario, yo domino el futuro a través de mis sueños…
Carlos J. se cuidó mucho de decirle que invariablemente ella aparecía en sus sueños, fija e inmóvil, levitando a un costado. Quería que pensara que él mismo había desarrollado esa capacidad, y ni por un asomo hacerle sentir que ella estaba involucrada, de alguna manera. A final de cuentas, él tampoco sabía cómo le estaba pasando lo que estaba pasando.
– Entiendo que estés entusiasmado por lo que estás pasando, amor… pero me preocupa en verdad.
– Olvídalo. Si tú no quieres apoyarme, o no sabes usarlo, eso es tu problema. A mí déjame hacer lo que quiero y puedo hacer. Y ya.
– Es que quiero lo mejor para ti…
– Entonces apóyame. Esto lo hago por ti, por nosotros; quiero garantizar nuestro futuro. Tú sabes que a finales de esta semana veré a la persona que quiere invertir con nosotros. Para entonces, debo llevar resuelto el programa de inversión. Y eso pasa por el hecho de ¡tenerlo! Y eso sólo podré hacerlo si nos dormimos ya. Así que, con permiso tuyo o sin él, yo tengo que irme a dormir, a soñar un mejor futuro.
– ¿Es que no te das cuenta? ¡Esto no puede ser bueno! Hasta ahora, cada vez que intentas hacer algo sólo ocasionas algo peor. Como el día en que murió tu perro. O el día del hipódromo. Entiende que no se puede cambiar el destino, al menos no sin consecuencias…
– Eso dices porque no quieres apoyarme. Está bien, si tú no quieres, ya encontraré alguien que sí me quiera y lo merezca. Creo que ya has visto a Mónica alguna vez: ella no dudará en apoyarme exactamente de la forma en que lo necesito y lo quiero…
– No es cierto. Sólo quieres lastimarme…
– A ver, ponme a prueba. Ponme a prueba y arriésgate…
– Puedes llegar a ser tan cruel.
– ¿Me estás dando permiso de ser cruel? Perfecto, lo seré. Gracias en verdad.
– Tú no entiendes nada. Nada en verdad. Lárgate.
– Nos vemos luego… ¡en tus sueños!
– Entiende, yo no quiero eso. No quiero un hombre que me maltrate y no me quiera… Alguien que no entienda las consecuencias de sus actos.
– Y yo no quiero a esa mujer que no está dispuesta a apoyarme. Si no estás conmigo, estás contra mí. Así que decídete ahora…
La discusión siguió por casi una hora. Tensiones y alegatos, gritos y lágrimas. Momentos de paz que presagiaban un arreglo que terminaban en frases hirientes que volvían a complicar todo. Terminaron dándose un espacio, quedaron de no verse unos días. No rompieron su relación, simplemente, decidieron darse una muy necesaria pausa.
(Escucha a partir de aquí del Disco Liminal, la Pista 9, “El sueño”. http://bit.ly/Liminal_CD09 )
Pero eso ocurrió en la vigilia. Esa misma noche, Carlos J. trató, nuevamente, de entrar en los sueños de Clara Sandra. El plazo para preparar la estrategia de inversión que presentaría esa semana estaba acabando, y él no lograba avanzar con el tema.
Pero esta ocasión no le fue tan fácil: al no estar en armonía con ella, no lograba entrar adecuadamente a los sueños. Si lograba algún tipo de contacto, era como un observador lejano y no como el protagonista de los mismos. No podía ver lo que a él le interesaba; tenía que ir a dónde ella quería, y de la forma en que ella quería ver las cosas. Por si fuera poco, buena parte de lo que ella veía o sentía era únicamente con un contenido onírico, y no vinculado a la realidad o al futuro. Nubes verdes, campos rosas, cielo amarillo y un sol morado eran parte del paisaje; los olores de la cocina de la abuela y el ruido de los primos jugando; la sensación de ser un cachorro mordisqueando un hueso de carnaza. Y sí, de cuando en cuando un atisbo de los noticieros o del periódico, pero parecía que Clara Sandra intencionalmente trataba de evitar esos temas. Eventualmente, Carlos J. se rindió y entendió que, contra la voluntad de Clara, poco podría avanzar en su tarea. Tendría que buscarla, y pronto, y hacer las paces y lograr un acuerdo, aunque eso le costara mucho.
Clara Sandra amaneció al día siguiente con mucho cansancio. Era como si hubiera forcejeado con alguien por el volante de un auto en movimiento durante muchos kilómetros de carretera. Porque, a final de cuentas, es lo que hizo: tratar de evitar que Carlos J. se metiera a sus sueños para controlarlos.
Pero, además de la fatiga, ahora tiene más miedo también. Le incomoda que no sólo tiene que pelearse y cuidarse de su novio en el mundo de la vigilia, sino también representa un pequeño riesgo durante sus sueños. Y eso le parece perturbador. Algo aprendió durante esta noche: es ella la que tiene el control. Si se decide, puede evitar que Carlos J. manipule sus sueños. El problema es que si él toma el control, ella puede quedar totalmente inactiva e inerte, como le ha pasado en ocasiones anteriores, totalmente a su merced.
Pese a todo, le queda una tranquilidad: en verdad ama a Carlos J., y pese a todo, se sabe amada por él. No hay riesgo real de que le haga daño. Tarde o temprano el amor puede ser un freno.
Por su parte, el ángel también comparte esa sensación. El amor puede salvarlos, puede evitar que se hagan daño y puede ayudar a que ambos jóvenes hagan algo positivo con esa capacidad que están descubriendo juntos. Sin embargo, eso no impide que aún se sienta acongojado: sabe y confía en la existencia de un plan divino, pero no lo termina de entender y eso le tensa un poco.
La noche siguiente Clara Sandra pudo soñar únicamente con un mar picado. En la inmensidad no se aprecian costas cercanas, ni palmeras ni un palmo de tierra. Está sola, en una pequeña balsa, abandonada a su suerte y afrontando las olas. Ni siquiera Carlos J. está cerca. Tiene miedo, y trata de despertarse sin lograrlo. La sensación de incomodidad va aumentando, particularmente cuando el cielo empieza a cerrarse. Ella trata de soltar todo y despertarse, pero no lo logra. En el movimiento, cae al agua. La barca empieza a alejarse de ella, al tiempo que el mar aumenta sus movimientos. La angustia de Clara va en aumento, y amenaza en convertirse en pavor cuando nota que empieza a llover, tenuemente primero y ferozmente después. El frío del mar contrasta con lo tibio de la lluvia que empieza a mojarle sus cabellos. Cabizbaja, empieza a resignarse de que su destino será morir ahogada, sola en un mar abandonado. Las lágrimas de sus ojos empiezan a caer por unas mejillas ya de suyo empapadas. Clara decide abandonarse: si su hora ha llegado, lo recibirá con paz y serenidad. “Amor, no me dejes” dice cuando el agua le cubre totalmente. El mar empieza a calmarse, hasta que descubre que está acostada en el fondo del mar. Cierra sus ojos, resignada, asumiendo que lo peor ha pasado. Al abrir los ojos descubre que está en paz, recostada en su cama, totalmente seca y con una extraña serenidad: por grave que sea el problema, abandonarse con confianza ante el amor es la única salida adecuada. Ha decidido que, de ahora en adelante, eso debe hacer. Clara Sandra está muy en paz.

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