Capítulo 17

Clara Sandra pasó ya la etapa de la sorpresa. Ha ido aprendiendo a conocer su don, y con ello le ha entrado una fuerte curiosidad. ¿Dónde empezó todo? Así que se ha metido a buscar datos. Trató de encontrar lo que se pudo en las bibliotecas públicas más grandes. Incluso ha leído archivos en filminas y microfilm. Alguien le dijo que en la incipiente Internet algo podría encontrar, siempre y cuando le ayudara algún amigo que estudiara computación o tuviera acceso a la red. Afortunadamente, conocía a un estudiante de matemáticas aplicadas que pudo ayudarle con ambas cosas. Y si bien no encontró demasiado y todo estaba en inglés, algo pudo avanzar para saciar su curiosidad. Porque, a final de cuentas, debía saber de dónde venía y que podía hacer. Y no, no había textos fáciles sobre el tema, por lo que invirtió mucho tiempo en el proceso.

Primero encontró que había algunas referencias sobre las mujeres que tenían sueños proféticos en la época colonial. Es cierto que en la Biblia y en otras tradiciones religiosas, los sueños y las voces habían sido formas de comunicación de santos y líderes. Los casos de José “El Soñador” o de Juana de Arco eran paradigmáticos, pero no únicos. Lo mismo la escalera de Jacob que el sueño apocalíptico de San Juan eran ejemplos de ello. Pero no era lo que buscaba: los libros sagrados son sagrados, y dicen lo que dicen, no necesariamente lo que es cierto. A las personas les da miedo discutirlos. Ella quería ejemplos que las personas de su momento no aceptaran del todo, que los pusieran a debate o dudaran de alguna forma. Y lo encontró en la época colonial.

La leyenda negra de la Inquisición española dice que mató a decenas de miles de personas a lo largo de tres siglos de colonia en Nueva España (hoy México y sur de Estados Unidos). En realidad, fueron 300 personas a las que la Inquisición condenó a muerte, menos de una por año. Y no mató a ninguna: en el caso mexicano, no tenía capacidad legal de ejecutar a nadie. Los responsables eran turnados a la autoridad civil, que era quien procedía a ejecutar a los condenados. En contraste, sólo en 1692 durante los procesos de “las brujas de Salem” 39 personas fueron ejecutadas mediante estrangulación de horca de caída corta o muertas en prisión. Pese a la fama pública del hecho, ninguna fue quemada en la hoguera.

Lo cierto es que entre quienes sí fueron condenadas, además de herejías, sodomías, solicitaciones… una de las condenas más frecuentes provenía de visiones o alucinaciones del futuro. Y es que tenían un sentido de profecía autocumplida: si alguien soñaba que matarían a un aristócrata y éste moría, antes que una intervención demoniaca o un sueño profético se consideraba responsable a quien había tenido el sueño. Y se le perseguía o bien como parte de la conspiración para afectar a la víctima o por tener tratos diabólicos o practicar la adivinación, hecho prohibido en la doctrina tradicional.

Para muchos, la principal diferencia de un sueño sobre el futuro ocurría porque se trataba de un sueño más lúcido que los normales: lo único que podía distinguirlos de la realidad era que habían escenas o momentos extremadamente luminosos, más allá de la condición de claridad que correspondería a la escena. Y, a veces, muy a veces, el soñador podía verse a sí mismo en la escena de que se trataba… desde fuera de su propio cuerpo. Esa era tal vez la condición que más podía revelar que se trataba de un sueño. Pero hay pocos testimonios escritos de esa época, por obvias razones. Eran muchas personas las que tenían incidentes como esos. Pero eran pocas las que los hacían públicos. La mayoría, eran apenas unas cuantas confidencias a familiares o amigos íntimos. Pero no faltaba el que, temeroso de la salvación de su propia alma, denunciaba o al menos confesaba su turbación por lo ocurrido con quien le tuvo la confidencia. El hecho rara vez se investigaba y concluía en un testimonio que permitía condenar al culpable. Por lo general se concluía que eran hechos aislados o sin importancia, o se ordenaba reposo, silencio o reclusión en un convento. Todo concluía rápido, si bien la sombra de la amenaza continuaba de por vida y hasta por varias generaciones en algunos casos.

En nuestra época nos parece algo absurdo, difícil de entender: ¿Cómo podía ser la Iglesia Católica tan influyente o las personas tan timoratas? Pero es cosa de ubicarse en ese tiempo: primero, ni siquiera el Estado se atrevía plenamente a oponerse a la Iglesia. Estaban asociados en múltiples formas. Por ejemplo, en impuestos y diezmos: las personas rehuían lo más posible el pago de impuestos, dado que no confiaban en el uso que les daría la Corona y no veían beneficios. A final de cuentas, las escuelas, los hospitales, los orfanatos y hasta los panteones los operaban las órdenes monásticas vinculadas a la Iglesia, dejando al Estado si acaso las funciones de policía, juez o soldado, y algunos servicios como obras públicas o recolección de basura. Así que la fuerza de la Hacienda pública era relativamente menor. Pero el diezmo se pagaba constante y sonante, porque ¿quién quisiera arriesgarse a ir al infierno para siempre? Además, siendo un impuesto a tasa única del 10%, su cálculo era relativamente fácil para todos. En contraste, las tasas arancelarias de la Corona estaban llenas de condiciones, excepciones y gravámenes especiales.

Por ello, muchas veces el Estado prefería recurrir a los “créditos forzosos” y su principal banquero solía ser, ¡cómo no!, la propia Iglesia. Que, a final de cuentas, los sacerdotes se morían prácticamente sin herederos, por lo que los bienes propios y los que iban acumulando pasaban a ser propiedad de la institución, así como un buen flujo de diezmos en dinero y en especie.

Por supuesto, cuando tras la toma de España por las tropas de Napoleón en 1808, muchos dejaron de pagar diezmos a la Iglesia y tampoco pudo cobrar a sus acreedores; eran requeridas más tropas y víveres por un gobierno a salto de mata, lo que aumentó la necesidad de pedir prestado; el Estado se quedó sin su principal banquero y al cabo de dos años, la recesión económica se volvió también grave crisis social e iniciaron, casi simultáneamente, movimientos de independencia en Nueva España y en el Virreinato de Perú, así como en otras provincias americanas. Y si bien la lucha duró casi diez años, el problema de la falta de liquidez golpeó lo mismo al gobierno colonial que a la Iglesia. Tal vez por eso se logró la independencia con apoyo de los que primero la combatieron en su momento.

En ese contexto, era de mucha importancia poder encontrar hombres sabios que pudieran, por lo general desde dentro de la jerarquía de la propia Iglesia, investigar lo que podría salirse del canon pero no ser incorrecto. Esto es, muchas veces una pequeña frase del Evangelio o de algún escrito de los viejos padres tomaba una interpretación radical, fija y permanente, pero había muchas más opciones para entender ese mismo pasaje con otras luces.

Por ejemplo, se dice que Jesús declaró puros todos los alimentos al decir que “No entienden que nada de lo que entra de fuera puede hacer impuro al hombre, porque no entra en el corazón, sino en el vientre, para después salir del cuerpo… Lo que sale del hombre, eso sí lo hace impuro. Porque de adentro, es decir, del corazón de los hombres, salen los malos pensamientos, la inmoralidad sexual, los robos, los asesinatos, los adulterios, la codicia, las maldades, el engaño, los vicios, la envidia, los chismes, el orgullo y la falta de juicio. Todas esas cosas malas salen de adentro y hacen impuro al hombre”, texto que puede verse en Marcos Capítulo 7, Versículos 18 a 23.

Pues bien: a pesar de que hay una instrucción tan clara y directa del maestro, siguen existiendo restricciones para la alimentación como no comer carne los viernes de cuaresma, no comer mariscos, no comer puerco, no comer animales no ungulados, no tomar vinos o licores, no, no, no… Pero en otros casos, apenas una pequeña frase genera toda una revolución radical y extrema.

Y a pesar de que el propio Maestro dijo que el mayor mandamiento es “Amarás al Señor, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente”. Este es el mayor y primer mandamiento. El segundo es semejante a éste: amarás al prójimo como a ti mismo”. En estos dos mandamientos se funda toda la ley y los profetas”, hay quienes han vivido en una religión del odio al otro, al diferente, al extranjero, al homosexual, al que tiene otra fe, al que no es como nosotros, al que es como nosotros pero no actúa como creemos que debe actuar. No es algo muy complicado de entender, pero sí es muy difícil de hacer.

El grave problema de pensar este tipo de cosas es que parecen una oposición radical a los dogmas y prácticas comunes. Por eso hay que ser hombres o mujeres profundamente sabios para poder encontrar esos matices menores pero que pueden hacer cambios radicales sin mover ni una iota el texto original.

Tal vez uno de los máximos exponentes de esta visión que encontró Clara Sandra fue el “Sermón del Amen” que escribió en el Siglo XVII un tal “Fray Amor”. Fray Amor fue capellán por casi diez años en la Hacienda de Panoaya, al pie de los volcanes Popocatépetl e Iztaccihuatl. Allí ayudó a aprender a leer, a escondidas, a una niñita de tres años y que por cinco más estuvo a su cuidado. Dado que él cuidaba la capilla, era frecuente que encontrara a la pequeña rezando, o leyendo en ese lugar. La capilla, relativamente pequeña pero muy alta, era el lugar ideal para que la niñita no pasara fríos y tuviera siempre una vela que tomar a hurtadillas para iluminar sus lecturas. El abuelo, que era quien arrendaba la Hacienda, cuidada de que la niña estuviera bien atendida; aunque no sabía que era ella quien recibía los libros que de la biblioteca tomaba de cuándo en cuándo Fray Amor.

El delicado trabajo de tutoría de Fray Amor hacia su discípula permitió formarla de manera extraordinaria: tenía lo mismo conocimiento de las Sagradas Escrituras que de los clásicos latinos; aprendió a vivir su fe con amor e inteligencia y no como mera superstición o repetición de dogmas. Sus diálogos, largos y detallados, permitieron que la niña pudiera formarse una visión del mundo que era extraordinaria para su tiempo… e incluso para el nuestro. Porque Juana, Juanita, que tal era el nombre de esa pequeña discípula de Fray Amor, al paso del tiempo sería mundialmente conocida como “la Décima Musa”, o como Sor Juana Inés de la Cruz, la más grande mujer intelectual que ha tenido nuestra gran nación. Y la huella de la inteligencia y capacidad polemista de su maestro sería algo que siempre le acompañaría, aunque fuera poco conocido. Es como los maestros de los años formativos de los grandes genios que la humanidad ha tenido: Nadie suele recordar que, al grabar a un niño o niña en el amor al conocimiento o al descubrir sus talentos y pasiones, serán los que los harán el gran hombre o mujer que están llamados a ser. Tener al menos un gran maestro que te descubra y te guíe debería ser un derecho humano fundamental para la infancia y juventud. Al menos, Juana de Asbaje lo tuvo en la persona de Fray Amor, y logró desarrollar su potencial al máximo, al grado de poder humillar al gran Arzobispo de Puebla, Manuel Fernández de Santa Cruz, eso sí, en un texto escrito bajo seudónimo y publicado póstumamente.

Fray Amor había escrito un pequeño sermón que, guardado en alguno de los viejos volúmenes aún presentes en la biblioteca de Panoaya que han llegado a nuestros tiempos. En él decía que la mayor reforma religiosa que el cristianismo debía emprender de forma urgente era una: cambiar de lugar un acento y obrar en consecuencia.

“Tenemos entendido, muy amados hijos, que tienen la buena costumbre, muy piadosa y recomendable, de encomendar al Buen Dios Nuestro Padre y Señor, todos sus afanes y desdichas, y de concluir sus oraciones con la palabra “Amén”, palabra hebrea que quiere decir en nuestra lengua castilla “así sea”, con la que se nota su abandono y confianza en la divina voluntad…”

“… pero sepan y tengan muy entendido, amados hijos, que Dios Nuestro Señor no nos pide nuestro abandono y resignación ante las desgracias y el dolor: nos pide un trabajo decidido a favor de la construcción de su Reino en este mundo y de la mayor gloria celestial en el siguiente, lo que empieza por hacer afanes y trabajos necesarios para superar cualquier adversidad o problema… nos pide ayudar a quien tenga un problema y no sólo con oraciones, sino con acciones decididas.”

“… Por eso les digo, amados hijos en el Señor, que debemos cambiar la frase final de todas nuestras oraciones. No debe ser el bíblico “amén”, el “así sea”. Debe ser el “Amen”, sin acento. Porque sólo cuando ustedes amen, y pongan ese amor en práctica, en sus diarias labores, en la solución de sus problemas y los de su prójimo, es entonces que Nuestro buen Padre y Señor se manifestará con toda su fuerza y poder para apoyarnos…”

“Cuando nuestros padres salieron de Egipto y llegaron al mar, el mar no se abrió cuándo Moisés levantó su bastón y le ordenó abrirse. No, el mar se abrió cuándo el primer israelita que entró al mar y sintió que el agua le llegaba al cuello y estaba por ahogarle, siguió caminando con total fe y confianza en el Señor y con amor por sus hermanos hebreos. Y entonces, ante esa confianza y amor, el Señor Dios de los Ejércitos abrió el Mar Rojo y permitió la huida de su pueblo elegido…”

“… así pues, mis muy amados en el Señor, les pido que ya no digan “amén”, con abandono y tristeza: digan “amen”, con amor y confiaba. O mejor aún, no lo digan: simplemente, háganlo: amen, amen, amen… que el amor hacia nuestro Padre Celestial y hacia todas sus creaturas sea el que los guíe siempre hacia la bondad, la belleza y el bien. Amen, como lo mostró Jesucristo, nuestro Señor, que nos amó al extremo de dar su vida por nosotros”.

Lo que después descubrió Clara Sandra le dejó sorprendida: en una pequeña nota adjunta al texto del sermón, Fray Amor comentaba que la idea del mismo le fue revelada en sueños por un Arcángel del Señor, quien no le dio su nombre pero que le dijo que esa era la medicina que le hacía falta al mundo, entender que el gran secreto que todos los Santos y Sabios que habían sido era ese: entender que la oración grata al Señor no es la que acaba con un “amén”, sino la que se vive con un “amen”. Y le comentó que debía buscar al Obispo Alonso de la Vera Cruz y que debía darle ese mensaje; sabía que sería un viaje muy largo que debía iniciar de inmediato, que no se preocupara porque él lo acompañaría durante todo el camino. Y si bien el Arcángel no le dijo su nombre, notó que usaba un bastón y llevaba un pescado en la otra mano, que después identificó que se trataba ni más ni menos que del Arcángel Rafael, patrono de los viajeros y los médicos.

Si bien Clara Sandra siguió con su investigación, fue la siguiente vez que visitó el pueblo del Abuelo en que descubrió una auténtica sorpresa: la Iglesia del lugar tenía una placa de piedra tallada, del siglo XVII, que decía que aquel Templo había sido consagrado por el Obispo Alonso de la Vera Cruz, originario de ese pueblo y “su hijo más notable y conocido”. ¿Acaso era el mismo Obispo que mencionó en su nota Fray Amor…?

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