Capítulo 4

Joven… Usted tiene grandes aspiraciones. Y es trabajador. Así que no le veo nada malo a su ambición, porque le estimula a trabajar bien… Pero tenga cuidado con ello. He visto a mejores hombres que usted perderse con menos pretensiones… Cuide su carácter…

La sentencia del profesor era precisa. Pero eso no obstó para que Carlos J. se pusiera primero lívido y luego rojo furia. No era para menos: una humillación así no era cosa menor, y menos frente a todo el salón. Es decir, si se la hubiera dicho en corto, en privado. Pero no, debía hacer evidente que el regaño era grande.

Carlos J. había estado acostumbrado a tenerlo casi todo: era querido por sus padres y sus maestros, y muchos lo consideraban un ejemplo de lo que debía ser la juventud actual: Dedicada, trabajadora, sin vicios. (La verdad es que sus famosas jarras no eran tan conocidas públicamente. Cuidaban de hacerlas discretas y de que sólo sus participantes las supieran). Por ello la llamada de atención le molestó sobremanera.

¡Qué se ha creído este cretino! – pensó. Si de verdad fuera alguien en la vida estaría haciendo cosas importantes y no dando clases en una escuela insignificante como ésta. Aunque su ebullición interior era grande, cuidó de que no se le notara en el exterior. Excepto, claro, por el rostro enrojecido y los puños crispados.

Está bien, profesor. Lo que usted diga…- masculló, aunque su pensamiento era muy distante.

A partir de ese momento, reforzó su estudio en general y para esa materia en particular. No iba a permitir que una humillación así pasara de largo, pero era muy astuto como para intentar una confrontación inmediata y de frente.

Venía de una familia de clase media-media; ambos padres eran profesionistas, si bien su madre no ejercía desde que se quedó a cuidar a ambos hijos. El padre reunía dos ocupaciones regulares y algunos proyectos independientes, por lo que solía estar ocupado. Al pendiente de la familia, pero agobiado de trabajo. Algunos días salía desde la madrugada, pues los martes y jueves empezaba sus labores a las 7 a.m. Así que podría decirse que mamá era la única autoridad y presencia en casa prácticamente todos los días.

Por eso no era de extrañar que este joven sublimaba todas sus ambiciones a través del trabajo. Estaba consciente de que no heredaría una gran fortuna, así que si quería hacerse de un futuro, debía trabajar muy fuerte por ello. Y la base era el estudio. Así se lo habían dicho y lo había creído. Pero como a muchos nos sucede, no quería quedarse en lo que un modesto sueldo en una empresa mediana podía agenciarle. Así que no dejaba de soñar en grande también.

Su ambición era enorme sin duda. Soñaba con ser un empresario exitoso. O un político. Alguna vez pensó en ser artista y dedicarse profesionalmente a la música; pero cuándo se enteró que se requieren 10,000 horas de práctica para dominar un talento, tanto la guitarra como el balón de fútbol salieron de sus planes. Sí, le gustaba; no, no estaba dispuesto a batallar tanto con ello para tener una pequeña oportunidad de empezar.

Carlos J. no había batallado mucho en la escuela. Es cierto que no se había colado al cuadro de honor ni una vez, pero eso se debía ante todo a una curiosa combinación de pereza e inteligencia. Era muy inteligente como para entender las cosas rápidamente y no requería estudiar mucho para sacar ocho o nueve. Abusaba de la confianza en sí mismo. Por eso la reprimenda de su profesor implicó un choque en su percepción del mundo: Sí, podían presionarlo y picarle el orgullo. Y eso era un mayor aliciente que el mero aplauso por sus logros.

– No frieguen, manos, el profe ya me agarró de su puerquito – le comentó al resto de los J. al salir ese día de la escuela.

– La verdad es que tiene algo de razón, mano. Te pasaste… Y eso no se ve bien ni aquí ni en China. Juan Andrés, que era de los que menos se habían reído en el salón trató de convencerlo: no es que el profesor no lo quisiera, es que se había pasado.

– Güey, no metas a los chinos en esto. La verdad es que no entiendo por qué se molestó tanto el viejo. Carlos J. empezó a crispar nuevamente los puños, recordando el momento.

– Mira, cuate: la verdad es que te pasaste. Una cosa es querer sacar el diez sin trabajar y otra muy distinta fue querer que se fregara a los otros compañeros. Eso de arrebatarle el acordeón a la chica al lado tuyo y dárselo al maestro no era la mejor idea…

– ¡Pero lo que ella hizo está mal! No la defiendas, es una tramposa.

– Tal vez lo sea. Pero no es buena idea ser el delator de tus amigos…

– ¡Ella no es mi amiga! ¡Nadie que haga trampa puede ser mi amigo! Y que les quede claro a ustedes también: el tramposo cae al pozo y pierde el gozo… al menos, el gozo de mi amistad.

– Mta. Si ese gozo es el cielo, déjame en el infierno, ironizó Manuel José. Carlos J. Acusó de recibido dándole una palmada en el hombro. – No, güey. Tú no dejarás de ser mi amigo… ¡A menos que te cache haciendo trampa!

Cierto es que a Carlos J. la moral no era algo que le preocupara mucho. No es que sea un tipo intrínsecamente inmoral, sino que su visión práctica de la vida es más utilitarista y circunstancial: si algo le ayuda, le da beneficio o le es útil, es bienvenido. Sea persona o hecho. Tampoco optará por hacer trampa o abusar intencionalmente… pero puede dejar pasar las cosas si le traen beneficio. Es un “bueno dejado”, si me permiten la expresión.

Pero curiosamente y pese a la amistad cercana con Los Jotas, hay momentos en que empieza a creer que nadie lo comprende. Por ejemplo, en ese fracaso que implicó la humillación pública. No se explicaba por qué, si había hecho lo correcto, el profesor lo había regañado. No alcanzaba a ver que el motivo era que no obró buscando el bien, la verdad o la justicia por sí solas: lo hizo por su propio beneficio. Y se sentía solo. Incluso sus mejores amigos no acaban de entender y apoyar sus motivos. ¿Quién podría apoyarlo y conocerlo así?

– Ay, ángel de mi guarda… no entiendo por qué nadie me entiende… ¿Por qué tengo tanta soledad junta?

Entró a su casa e ignoró el saludo de su mamá. Corrió a encerrarse en su cuarto y se sentó en el piso, junto a su cama. Una profunda tristeza se iba apoderando de él: lo humillaron en público y nadie lo apoyó. E incluso sus amigos le regañaron por ello.

Abatido por sus pensamientos, no pudo observar cómo, detrás de él, se formaba una pequeña niebla densa, similar a la que cuidó en su caída de la patineta a Juan Andrés. En la aparente niebla se empezó a formar un rostro, que esbozó una sonrisa. La eterna compasión divina era evidente en ese rostro etéreo.

Carlos J., sin saber por qué, empezó a sollozar. ¿Por qué, Dios mío, por qué…?¡No merezco tanta soledad! Soy un hombre bueno y se me nota… Las lágrimas corrían por sus mejillas, gruesas cual monedas.

Carlos J. se paró del piso y cerró la puerta con llave. Ni su madre ni su hermana debían verlo así. Él era fuerte, o al menos era la impresión que quería dar. Giró involuntariamente de espaldas a la niebla, por lo que no alcanzó a verla.

– Lo que pasa es que no tengo amigos. Si, Los Jotas son mis carnales, mi banda; pero fuera de ellos no tengo amigos. Si muriera hoy, sólo ellos tres y mi mamá llorarían por mí. Mi hermana se alegraría de tener toda la atención familiar. Mi papá no se enteraría hasta una semana después, y por accidente. La verdad es que no le importo a nadie.

Se tiró en su cama, boca abajo. No pudo notar que la niebla se había vuelto más y más densa, y que empezó a cubrirle en su cama, cual si fuera un edredón de blanca pluma de pato.

– ¡Si tan sólo alguien pudiera amarme! ¡Eso es lo que necesito! ¿Acaso es mucho pedir? ¡Que alguien me ame!

Todos hemos pasado por esos momentos. Esa sensación de total soledad incluso en medio de una multitud, y la impresión de que a nadie le importamos… Aunque no sea del todo cierta. Tal parece que es uno de los pasos para madurar. Pero, por supuesto, para Carlos J. era algo intenso: era la primera vez que sentía esa añoranza por la compañía especial, esa que le da sentido a nuestra vida.

Con la fatiga acumulada, se quedó dormido toda la tarde. Y la noche entera. Su ángel de la guarda quedó en vela, cercano a él pero sin manifestarse. Musitó en algún momento, tras oírlo suspirar profundamente “Si tú supieras…”.

Y si bien Carlos J. no escuchó conscientemente esa frase, una pequeña sonrisa se esbozó en su rostro. Pudo dormir toda la noche, y ni siquiera el llamado de su madre a cenar ni el saludo de su padre al llegar a casa pudieron despertarlo. Fue el sol de la mañana -y el ruidoso despertador que tocaba una corneta de alerta tipo militar- el que logró vencer su sueño de casi quince horas continuas.

(Escucha a partir de aquí del Disco Liminal, la Pista 3, “Causa y Efecto 1”. http://bit.ly/Liminal_CD03 )

El siguiente fin de semana salió a caminar, solo. No quería aún ver a los amigos que no lo apoyaron y tampoco a sus padres. Quería soledad para asumir su soledad. Cosa extraña, decidió llevarse un libro para caminar leyendo por el parque. No era lo ideal, porque entre el mal adoquín y los perros paseando abundantemente, con correa o libres, los obstáculos abundaban. Pero no le importó.

La lectura no era la más entretenida: un libro viejo, de esos que podía conseguir por unas pocas monedas en una librería de textos usados como las que abundan en el Centro. Papel ya amarillento por el tiempo, en un tamaño de bolsillo, con portadas delgadas ya dañadas de las esquinas. Una etiqueta de “bestseller” lo convenció de comprarlo; luego se percató que ser el más vendido hace quince años no era garantía de que fuera el mejor escrito o el más interesante. A pesar de ello, encontró una historia que le llamó la atención.

En una pausa del capítulo levantó la vista y pudo ver un atardecer realmente majestuoso: de esos en que el sol se esconde tras las nubes, y crea contrastes claroscuros notables. Rayos proyectados aquí y allá, que tienen un punto de origen pero que no se alcanzan a ver. Nubes profundamente blancas, cielo azul y los haces de luz tan marcados que te dejan sin aliento. Lo extasiaron. Extrañamente, vivió uno de esos momentos en que pareces salir del tiempo y tu percepción de todo se acrecienta. Podía, incluso, ver el polvo volando frente a él.

Y detrás, sin ser visible pero sí muy presente, nuevamente se formó el ángel de su guarda, su dulce compañía.

– Es tiempo de tu destino, susurró el ángel. Carlos J. lo escuchó, pero no supo identificar de dónde venía la voz o si era un eco en su cabeza. “Es tiempo de tu destino”, retumbó en su mente. No entendió plenamente lo que quería decir la frase, pero entre la visión del cielo y esa sensación fuera del tiempo, tenía la plena certeza. Es tiempo, se repitió suavemente.

Carlos iba regresando poco a poco a una vigilia normal, cuándo una mujer que iba leyendo chocó con él. Como estaba aún medio fuera del mundo, no logró evitarla. Ella estaba leyendo un viejo libro de bolsillo. Estaba tan ensimismada en la lectura que no alcanzó a percatarse del pequeño choque. Con la sorpresa, ambos soltaron sus respectivos libros, que cayeron al piso pesadamente.

¡Perdón! dijeron ambos al mismo tiempo, mientras se agachaban a recoger sus textos.

Y así, de cuclillas y cada quien estirando la mano para tomar su libro, coincidieron en sus miradas. Lentamente, sin dejar de ver los ojos del otro, se fueron levantando.

– ¿Estás bien?

– Si, claro… perdón, venía leyendo.

– Si, está bien. Yo… perdón, no te vi.

– No, la culpa es mía.

Pero Carlos J. ya no estaba atento a lo que se escuchaba: Estaba concentrado en los ojos que le veían de una forma tan especial. No notó ningún otro rasgo de ese rostro: en esos ojos se había perdido. O se había encontrado.

Su cuerpo le estaba hablando con una fuerza y vigor que no había sentido. Su respiración corría casi al ritmo de su corazón, que latía con tal fuerza que podía escucharlo. Ya no había ni frío ni calor, no sentía el sudor que empezaba a correr por sus manos. La ciudad se silenció. No realmente, pero así se percibía. Simplemente, estaba concentrado en los ojos que lo veían como nunca antes lo hubiera hecho alguien.

– Pero ¿qué es esto?, pensó.

– Disculpa, no era mi intensión chocar contigo… Tengo que irme, ¡adiós! le dijo la muchacha. Y empezó a caminar rápido, como quien tiene prisa por huir de una situación incómoda. Carlos J. no dijo nada, la vio irse serenamente. Estaba pasando tal revolución en su interior que ni se percató de lo que estaba pasando.

Con la misma profundidad con que salió del tiempo al observar el paisaje, estaba nuevamente en ese éxtasis atemporal. Ahora no era por la magnificencia de la creación divina, sino por el mero recuerdo de esos ojos.

Jamás había sentido una mirada como esa, profunda, luminosa y abundante, aún en medio de algo tan trivial como un choque peatonal en plena calle. Pero no podía volver de su asombro. No pensaba ni decía nada. Siguió parado, congelado, hasta que la perdió de vista cuando ella salió del parque. Su cuerpo estaba en punto neutro: no se movió. Estaba allí, sin estar. Y de golpe las ideas empezaron a fluir.

– Pero qué pendejo eres, cuate. Ni siquiera sabes cómo se llama, o dónde vive, o si puedes volver a verla. Estás como idiota. Te pasas… sonó la voz dentro de su cabeza. Por si algo hacía falta, él mismo estaba en su contra. O eso parecía.

Recuperándose poco a poco del pasmo, vio el libro en su mano. Sí, era el mismo título que traía él, pero se veía mejor cuidado. Las esquinas no estaban tan desgastadas como en el suyo, y la mugre de los bordes de la hoja eran menos marcadas. Evidentemente, no era su libro.

Abrió la primera página. Con una bella caligrafía de pluma fuente sepia decía: “Ex Libris. Clara Sandra”. Y un dibujo de una flor se posaba sobre el nombre, iluminado con tinta china.

El ángel, a sus espaldas, sonrió. Está hecho, musitó, antes de volverse nuevamente etéreo.

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