Capítulo 3

– ¿Qué te pasa, güey? ¿Por qué te portas así? ¡Ya crece, carajo!

– Es que no aguantas nada, me cae…

En otras condiciones… no, no se engañen. En otras ocasiones hubiera pasado lo mismo y la frase no hubiera sido muy diferente. Es que este grupo de amigos se lleva así, muy pesado… constantemente. “Es normal”, dirían algunos: se conocen desde muy pequeños, han estado juntos desde la primaria. En las buenas y en las malas, en las duras y las maduras se han apoyado. Han hecho travesuras juntos y cuando uno se rompió la pierna, los otros tres lo cargaron hasta su casa. Sí, inconsciencia propia de los primeros años de la adolescencia: lo hubieran dejado allí hasta que llegara la ayuda. Pero no quisieron arriesgarse. Eso no obsta para que se porten como hermanos, en todos los sentidos: se molestan y agreden, por todo se hacen bromas y burla. Pero que no se meta alguien más con alguno, porque todo el grupo reacciona simultáneamente en defensa del agredido. Tal parece que la consigna es “sólo yo puedo molestar a este tipo”, y la cumplen al pie de la letra. Son Los Jotas.

Tal vez por esas casualidades de la vida, Los Jotas se hicieron amigos. Y es que en efecto, todos tienen un nombre o segundo nombre que empieza con esa letra. Por eso el mote les quedó natural y lo adoptaron desde chiquitos.

– ¿No va a venir tu amigo Jota, hijo, lo invitaste a la casa?

– ¿A cuál de todos, mamá?

– Pues a ese que te cae re bien, con el que te llevas mucho…

– Por eso, ¿a cuál de todos, mamá…?

Y así podía ser por igual en cualquiera de las otras cuatro casas. Los Jotas eran más que una pandilla, una hermandad.

La verdad es que la casualidad quiso que todos tuvieran nombres con esa letra poco común. Y tal vez por esa misma casualidad entraron todos a la misma primaria. Lo que ya no suena tan casual, es que todos decidieran practicar fútbol al mismo tiempo. Y que pese a que la escuela solía mezclar a los alumnos de los distintos grados en grupos diferentes, ellos pasaron toda la primaria en el mismo grupo. Eso sí: cuándo les tocaba hacer equipo, eran imparables y se entendían muy bien. Pero cuándo las tareas se tenían que hacer con otros grupos, las peleas eran de pronóstico reservado. En la escuela aún se habla de la maqueta del sistema solar: conociéndose como eran, compitieron entre sí. Dos en cada equipo. Al final, uno terminó llevando un sol a escala con los planetas. El diminuto Mercurio era una mota que casi no se veía; Júpiter alcanzó a ser una pelota de basquetbol disfrazada. El sol… Bueno, tardaron casi una hora en desdoblar la pequeña fracción de la curvatura solar que alcanzaba a entrar de piso a techo en el salón. Lo curioso para la escuela fue ver dos maquetas casi idénticas realizada por dos equipos. Ganó, al final, el que puso todas las lunas de Saturno. Porque el otro equipo se esmeró tanto en las de Júpiter, que dejaron de lado las de Saturno. Así pasa cuándo los hermanos se enfrentan.

Y la verdad es que desde que se hicieron un grupo unido, nada ha podido separarlos. Incluso cuando los papás de uno de ellos estaban en su proceso de divorcio, sin decir nada, éste se fue a vivir a casa de otro de Los Jotas. Los papás del escapista tardaron toda la noche en darse cuenta de que les faltaba su hijo… y los padres del anfitrión tardaron dos días en darse cuenta de que tenían un hijo extra. Complicidades, que les dicen.

Es obvio que es un grupo muy leal entre sí, y no falta el momento en que se dan apoyo y cooperación total. Bueno, eso ha sido hasta ahora. El destino estaba a punto de poner a prueba, en una muy difícil prueba, a esa amistad profunda.

El primero de ellos que quiero que conozcan es a Manuel José. Destaca por su intuición profunda. No sabe por qué actúa como actúa, pero su intuición es pieza fundamental para guiar al grupo. El problema con él es que es impulsivo e irreflexivo: confiado en sus corazonadas, textualmente no hay razón que le haga pensar las cosas. La intuición lo guía y, la mayor parte de las veces, para bien.

Juan Andrés tiene un aire que parece recordar a los apóstoles con quienes comparte el nombre. Moralmente guía al grupo; tal parece que es el ángel en el hombro de los cuatro por igual. Cualquier circunstancia que deba ser éticamente evaluada pasa por el buen juicio de Juan Andrés. A pesar de su corta edad, es fuerte, particularmente en el tema moral. Es también sereno y discreto, y puede incluso pasar desapercibido en casi cualquier circunstancia. Hasta que llega el momento de defender con firmeza una actitud moral, en cuyo caso su rival se topará con el equivalente actual de un caballero de brillante armadura, dispuesto a jugarse la vida por defender el honor, la justicia y la verdad.

Aquí tenemos al líder, Carlos “J.” No sabemos bien a bien por qué, pero es el único que no expande su nombre. Lo mismo en cuadernos de la escuela que en papeles oficiales, la “J.” es lo que la mayoría de las personas verán como su nombre. El de carácter más fuerte, también suele ser la voz cantante y en más de una ocasión el responsable de los problemas en que se han metido. Pero también el causante de las soluciones. Tal parece que es la encarnación del refrán “para cada solución tiene un problema”. Hay quien dice que no le gusta su segundo nombre y por eso lo abrevia, pero también es cierto que si no pone la “J.” no considera que esté bien escrito. Y debe ir con punto. Eso no se discute. ¿Obsesión, cuidado? A ciencia cierta no entenderemos qué lo motiva a hacerlo; pero lo hace y exige que los demás lo hagan, siempre que puede hacerlo. Incluso cuando el profesor de matemáticas pasaba lista usando únicamente el segundo nombre de los alumnos, fue el único que lo encaró para quejarse. Y como el profesor seguía haciéndolo, cada vez que lo mencionaban así se salía del salón.

– Si no le gusta, reclámele a sus padres – le dijo el profesor, harto de su conducta.

– Pues no me gusta y se lo digo a Usted. Soy Carlos J. y así debe llamarme o no me presentaré a clase.

El argumento se dirimió tras el hecho de que no se presentó al examen y el director tuvo que preguntar a qué se debía. Contrario a su costumbre, accedió a darle razón al alumno al ver que era tan tozudo que prefería repetir el año antes que dejarse llamar por otro nombre. Aunque fuera el suyo propio. Y aunque sus padres tuvieran que ir a la dirección dos veces en la misma semana por el mismo problema. Firme y tozudo el tal Carlos.

Hay quien dice que “nombre es destino”, y tal vez en este caso tenían razón. Carlos, etimológicamente, es el de “los grandes testículos”. Por ello no entiendo a quien le gusta “Karla” como nombre de niña. Pero en el caso que nos ocupa, Carlos merece el nombre. No necesariamente por su tamaño anatómico, sino por su tozudez a toda prueba.

Nos faltaría hablar sólo de Javier. Sin duda, es el más reflexivo del grupo. “Muy maduro para su edad” solía decir quien lo conoce. Si Carlos J. es como San Ignacio de Loyola, Javier es como su tocayo San Francisco Xavier. Excepto porque prefiere la grafía con “J”. Es quien conduce y guía al líder, quien le aconseja y quien puede llegar a oponerse a sus sugerencias cuando cree que son un error. Pero también es el primer y más fiel seguidor en cualquier otro momento.

Javier es también muy perceptivo. Sus ojos, siempre abiertos y atentos, procuran observar todo con un detalle, actitud digna de un detective privado. Puede notar cosas que a los demás simplemente nos parecerían irrelevantes. Y mejor aún, puede acordarse de ellas.

La verdad es que si bien este grupo de amigos están juntos desde la primaria, es la adolescencia la que ha fortalecido su amistad. Y no es para menos: no hay fiesta a la que los inviten en la que no estén -e incluso a muchas a las que no-. Si les dices “trago gratis”, no tardarán en aparecer. Suelen agotar lo que haya, aunque el ron es su principal favorito. Incluso muchos de los que les conocen se burlan de su mote colectivo y dicen que se llaman “ Los Jotas” porque es “con jota de jarra”. Eso sí, nadie podría acusarlos de otra común acepción: les encantan las mujeres, si bien su suerte en ese rubro ha sido variopinta. Hay desde quien se enamora de todas pero a ninguna le dice; y hasta el que las trae a todas muertas. Aún así, no ha habido mujer capaz de separar a este grupo. Incluso la vez que se enamoraron tres de ellos de la misma chava: al darse cuenta, decidieron juntos dejarla por la paz antes que arriesgarse a que aceptara a uno de novio y desairara a los otros dos. O tres. Porque tal vez por la edad o por el carácter, son casi mujeriegos profesionales.

Algunos me dirán que los adolescentes son temerarios porque, dado que no tienen responsabilidades inmediatas y están recién emancipados de la tutela paterna, pueden hacer lo que quieran. Lo que sea. Y se perciben como inmortales: no consideran que la muerte está cerca. O las heridas. Y por lo tanto, actúan como si nada les fuera a pasar.

Pero en el caso de Carlos J. esto es notoriamente más alto que con otros jóvenes de su edad. Sucede que jamás se siente solo, ya que tiene la plena certeza de que su ángel de la guarda lo cuida y lo protege en cualquier circunstancia. Incluso, le puso nombre y habla con él, le comenta sus planes y los riesgos que piensa correr. Su objetivo es que nada tome por sorpresa a este ángel guardián y lo ponga siempre a buen recaudo. Como la vez que trató de bajar en la patineta, parado de manos, una pequeña colina:

Conste, Ángel de la guarda… si me pasa algo, será tu culpa y pediré que te hagan rendir cuentas.

Y, en efecto, se cayó y terminó muy golpeado, pero sin ningún hueso roto, cosa que atribuyó al hecho de que su ángel estaba al tanto del plan y pudo actuar para amortiguar el golpe.

Sin embargo, esa creencia se puso a prueba el día que Juan Andrés, queriendo no sentirse menos ante su amigo Carlos J., tomó sin permiso su patineta y se enfiló a la misma bajada en que aquel se había accidentado. No iba ni a la mitad cuándo era evidente que perdería el control, por lo que Carlos J. gritó:

¡Ay, ángel de mi guarda, ayuda a mi amigo que el de él anda de vacaciones!

La sorpresa de todos fue mayúscula: una niebla blanca y brillante empezó a materializarse al lado del Juan Andrés, quien estaba a nada de salir volando de la patineta. Y como si fuera una red de trapecista lo pescó poco antes de caer en el suelo. La patineta, por su parte, no tuvo tanta suerte: fue a dar contra un árbol a tal velocidad, que terminó partiéndose por la mitad y con uno de los ejes totalmente desprendido del pedazo de tabla que quedaba.

Carlos J. encaró a su amigo:

– Ya ni la chingas, cabrón: mira mi patineta toda destrozada. Y ni me la pediste, güey. Si ya sabes que no sabes, ¿para qué abusas de mi confianza, pendejo?

– Mta madre, idiota: ves que casi me mato y te preocupa más tu pedazo de juguete… Ni que fueras un niño, cabrón. Piensa, imbécil…

– ¿A quién le llamaste imbécil, pendejo?

– A ti, imbécil. Porque sí que lo eres… ¡Imbécil!

– ¡Pendejo!

Dicho lo cual, empezaron a llover golpes a diestra y siniestra. Tuvieron que llegar Manuel José y Javier a separar a los dos peleoneros, recordando en el camino el refrán que dice “aquel que mete paz, saca más”.

Por supuesto, el enojo entre los dos amigos costó su buen tiempo para repararse. Pero el hecho que los hizo reflexionar a todos y volver a unirse fue el extraño fenómeno de la red de niebla que aminoró la caída del atrevido Juan Andrés. ¿Qué había sido eso? Entre quienes creían que en efecto era el ángel de Carlos J. que obedecía sus órdenes cual fiel mascota (y que reforzaba la creencia de Carlos J. de que no estaba solo, nunca y de que nada malo podría pasarle) y los que pensaban que era mera casualidad y que Juan Andrés corrió con suerte, no fue fácil ponerse de acuerdo.

Excepto en una cosa: en que la reconciliación de los amigos debía concluir en una jarra de antología. Una tal que los cuatro terminaron desmayados de alcohol, y no recordando nada hasta dieciocho horas después de concluida, momento en que el primero de ellos se despertó con tremendo dolor de cabeza y murmurando: ¿Carlos J., dónde chingados dejaste a tu ángel que no nos cuidó de nosotros mismos?

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