Capítulo 6

Al amanecer del domingo, Carlos J. despertó con una sensación totalmente novedosa: de entrada, tenía novia. Y una novia a la que ni doce horas antes no conocía más que por un breve choque de peatones. Pero se sentía tan conectado con ella como no sabía que era posible. Sí, había encontrado a su alma gemela. O, al menos, eso creía. A final de cuentas, no es común poder hablar con alguien por telepatía.

En cuánto se levantó, fue a al edificio dónde ella vivía. Dudó si debía o no tocar en el departamento cuatro. ¿Se habría despertado ya? Tal vez no. ¿Y si habían salido temprano a desayunar fuera? Era poco probable, pero no podía descartarlo.

Se le ocurrió irse a asomar al estacionamiento del que salieron el día anterior. En efecto, el coche del papá de Clara estaba estacionado. Eso quería decir que o estaban en la casa o habían salido a algún lugar cercano. Decidió esperar sentado en la fuente.

La verdad es que no supo si esperó mucho o poco tiempo. Estaba ausente de todo, ojeando nuevamente el libro que tenía en las manos. No estaba seguro si ella también haría lo mismo, así que intentó llamarla telepáticamente sin respuesta. No, debía esperar.

Eventualmente, se abrió la puerta y vio salir a Clara con su padre. Dudó si debía acercarse, pero notó un gesto de saludo del papá de Clara. Contestó el saludo pero no sabía si debía acercarse o no. El papá le sugirió a Clara que fuera hacia él, y se quedó como haciendo guardia en la puerta, leyendo el periódico que recién había levantado. Presente pero sin ver, como esperando algo.

Clara cruzó la calle y se acercó a Carlos J. Seca, un tanto distante, empezó a hablar, casi musitando: Hola. No me gusta que estés aquí…

Carlos J. no esperaba esa respuesta. Francamente se quedó helado. ¿Después de todo lo que había pasado? ¿De la conexión tan especial? ¿De la forma en que charlaron unas horas antes? Estaba desconcertado.

– Amor… ¿Qué pasa?

– No me pidas que te explique… Por favor, no insistas.

– No entiendo nada, y creo que no me puedes pedir un voto de confianza ciega…

– Sí, es justamente lo que te estoy pidiendo. Por favor, vete ahora mismo.

Carlos J. tenía una sensación incómoda en todo el cuerpo. Una parte sentía ira, profunda ira. Otra sentía tristeza. Pero la mezcla de ambas concluía en desconcierto total.

– No entiendo nada de nada, Clara Sandra… Y eso no me gusta. Si piensas jugar conmigo, dímelo y esto se acaba aquí…

– Es que tú no entiendes.

– ¿Qué no entiendo…?

– Tuve un sueño horrible. Horrible. Era sobre nosotros. Por favor, por todo lo que te amo, debes irte. Ya. Es por tu bien…

– De verdad que te entiendo menos que nunca… ¿Me amas y debo irme… por mi bien? ¿Estás loca?

Clara Sandra se irguió aún más. Se notaba francamente triste. No había manera de que tal gesto no se notara a varias cuadras de distancia. Dio dignamente la media vuelta y empezó a alejarse.

Papá… apura a mamá. Ya vámonos

El señor, un tanto sorprendido, tocó con insistencia el timbre de la casa. El ruidoso interfono dijo algo como “yahs vohs” antes de quedarse nuevamente mudo. En un minuto, la mamá de Clara Sandra salió por la puerta, trató de saludar efusivamente al joven pasmado de la glorieta, hasta que su hija dijo:

– Ignóralo, madre. Ya vámonos. Ya, ya…

Carlos trató de seguirles, pero al ver que apretaban el paso optó por detenerse y verlos alejarse. Estaba francamente contrariado. Sus ojos, vidriados, empezaron a llorar. Estaba abatido. No sabía qué pensar, y mucho menos qué sentir.

***

Pasó en vano el resto del día tratando de comunicarse con ella. Por más que agarraba su libro y se concentraba… nada pasaba. Pensó en volver a ir al edificio y esperarla, pero no sabía cuánto tardaría y no parecía buena idea. Además, sus papás vieron la escena y sería incómodo encontrársela nuevamente junto a ellos.

Pensó y pensó, y como quien no quiere la cosa, cayó la tarde. Era incómodo lo que estaba pasando…

– De verdad no la entiendo. Resulta ser que tenemos una noche maravillosa, ¡hasta nos aplaudieron al bailar! Y nos despedimos todo bien, nos hablamos por telepatía en la noche… Y a la mañana siguiente, es otra persona… ¡Y para colmo, se ofende porque le pregunté si estaba loca! De verdad no lo entiendo…

Y no era para menos. Carlos J. no sabía lo que le había pasado. Y no quería comentarlo con nadie: ¿Cómo le diría a sus papás que estaba así de abatido… por una mujer que apenas conocía?

Es cierto que el amor romántico suele hacernos jugarretas y lastimarnos de más por tonterías. Es que le llevaste chocolates de menta, y ella quería de fresa; es un drama peor que si no le hubieras llevado nada en primer lugar. Pero la siguiente vuelta llevas los de fresa: nada, quería los de cajeta. Y es un círculo sin fin. Si eso le sucede a las personas normales, a alguien cuyo único contacto con la otra persona es la telepatía… bueno, pues es más extraño. Porque, de golpe, Carlos J. se dio cuenta de un detalle: Ni siquiera tenía el teléfono de casa de Clara Sandra. Y no entendía cómo habían podido contactarla sin ello.

– Es cierto… sólo nos hemos hablado por telepatía desde el primer momento. Y durante el baile… no pensamos nada: simplemente, sabíamos de antemano lo que el otro iba a hacer… Es muy extraño. No lo había pensado así. ¡Qué cosa!

Con esa idea fija, la mente de Carlos J. pareció detenerse: nada más se le ocurrió por mucho tiempo. Pero no lo notó. Simplemente, entró en un estado de alerta como no había sentido. No se percató cómo empezó a caminar hacia el mismo lugar en el que había chocado con Clara Sandra la primera vez. Esquivó dos autos y una bicicleta que, al estar presente pero sin pensar, no pudo percatarse que se acercaban. Si alguien lo veía de cerca, parecía un monje Zen en trance profundo. Y tal vez lo era: se había percatado que ni siquiera tenía el teléfono de su novia.

Estiró sus manos y notó que, por primera vez, las sentía individualmente y como parte de un todo a la vez. Escuchaba el ruido del viento sobre cada uno de los vellos de su mano. Podía notar el salto de su corazón y el fluir de su respiración. Se sentía realmente vivo. Los colores parecían más intensos, lo mismo que los olores, en donde el chile de las botanas se mezclaba con los orines de los perros. Estaba ausente en plena realidad, y más presente de lo que nunca antes se había sentido.

Levantó la vista al cielo: frente a él, un atardecer como el del día de su encuentro con Clara Sandra; a sus espaldas, el ángel se materializó por primera vez de cuerpo entero, como si fuera una persona normal. Sus alas se tornaron cada vez más luminosas hasta que propiamente desaparecieron. Carlos J. no se percató de su presencia a sus espaldas, pero si notó que alguien le hablaba.

Disculpe, Joven… ¿Esta acera es suya o me la permite un momento?

– Mmmmm….

– Joven… ¿Me presta la calle? Creo que es de todos.

Carlos volteó muy lentamente y observó a quien le hablaba. El rostro se le hacía sumamente familiar, pero no lo conocía. Más cosas extrañas para un día bizarro.

No me veas así… mejor dime si puedo usar la acera o no…

Carlos J. no contestó: parecía perdido en aquel rostro, familiar y desconocido a la vez. Y en la forma en que lo veía: como un todo unido pero en cada una de sus partes. Lo que los matemáticos llaman “fractales”: una perfección que se repetía en cada cabello, y en la cabellera unida; en cada pedazo de piel pero en la piel entera. Y no era porque se tratara de un ángel: era porque Carlos J. seguía en esa especie de trance que le había provocado descubrir de golpe la magnitud de su relación con esa virtual desconocida.

Carlos J. escuchó claramente, con la fuerza de una trompeta y la delicadeza de un oboe, lo que empezó a decirle el hombre que tenía frente a sí.

– El amor es comprensivo y servicial; el amor nada sabe de envidias, de jactancias, ni de orgullos. No es grosero, no es egoísta, no pierde los estribos, no es rencoroso. Lejos de alegrarse de la injusticia, encuentra su gozo en la verdad. Disculpa sin límites, confía sin límites, espera sin límites, soporta sin límites. El amor nunca muere. ¿Puedes sentir eso?

Carlos J. notó algo extraño: la voz de su interlocutor era hermosa… pero sus labios no se movieron al hablar. Pero tenía la certeza de que lo había escuchado.

– ¿Puedes sentir eso, Carlos Jeremías?

– El amor disculpa sin límites, confía sin límites, espera sin límites, soporta sin límites… El amor nunca muere. Sí, puedo sentirlo.

– ¿Estás seguro que puedes sentir eso, Carlos Jeremías?

– Sí, estoy seguro.

– Entonces voltea, Carlos Jeremías.

Muy lentamente Carlos J. se dio la vuelta: frente a sí, delante de él, estaba Clara Sandra.

– El amor todo lo vence, Carlos. Nunca lo olvides.

***

(Escucha a partir de aquí del Disco Liminal, la Pista 6, “Conflicto”. http://bit.ly/Liminal_CD06 )

Le tomo un buen rato a ambos jóvenes empezar a hablar. Por un tiempo imprecisamente largo, se habían quedado parados frente a frente. Sólo la profunda alegría mutua que era patente para todos los que pasaban a su lado podía percibirse. Ellos parecían estatuas.

– Creo que ya entendí. Debo disculpar, confiar, esperar y soportar todo lo que necesites que disculpe, confíe, espere y soporte. Sólo así podrás ser mi amor.

– No es tan fácil, Carlos J. No es tan fácil.

– Sí lo es. Puedes confiar en mí.

Clara Sandra dudó mucho ante esa última frase. ¿Y si, tras decir lo que temía decir, él se alejaba? ¿Y si se reía? ¿Y si la juzgaba mal? Su gesto pasó de la serena alegría a tornarse apesadumbrado.

– Pero… Clara no podía avanzar más de allí. Sólo esa palabra y su mirada, esa mirada de súplica y tristeza. Empezó a sentir que sus ojos no aguantarían más y se soltarían inundando todo, como la lluvia de un huracán.

– Por favor, Amor… No me vayas a fallar.

Carlos J. sintió esa súplica como si de una petición en el lecho de muerte se tratara. Sabía que no podía fallar, pero tenía miedo de saber exactamente de qué se trataría.

– No te preocupes, no te fallaré. Pero se notaba que no estaba tan seguro de eso.

Ven, busquemos un lugar en el que no pase tanta gente. Vamos a esa banca.

Caminaron con ella tomándolo a él del brazo. Carlos J. ni se percató en qué momento se había ido el joven que le llamó por su segundo nombre. Es cierto que no se trataba de un secreto de Estado, pero no era común que le llamaran por su nombre completo. Y menos alguien a quien no conocía. Pero era el misterio de lo que su novia quería decirle lo que más le preocupaba, así que el misterioso hombre estaba fuera de su atención.

Se sentaron en la banca como si fuera un caballo, con una pierna de cada lado, a fin de verse de frente y aislarse del paso de los demás.

No es fácil decir esto, Carlos J. La razón por la que no quería que estuvieras conmigo es… porque soñé que te morías.

– Bueno, Amor… Eso no debería ser motivo. Tal vez tienes miedo de que te deje, pero eso no pasará.

– Es que tu no entiendes. Soñé que te morías.

– Sí, te escuché la primera vez, pero… No se dejó impacientar; recordó que el amor “espera sin límites”. Respiró hondo. Perdón, pero no creo que eso importe.

– Es que sí importa, pero me da mucho miedo decirte… Ya lo de la telepatía es bastante raro, como para que encima te burles si te digo que…

– Jajaja… La telepatía. Sí, tienes razón, eso ya de por sí es bastante raro. Pero bueno, por algo será dijo mientras agitaba el libro que traía en sus manos desde la mañana.

– ¿Ves, ves? Eres un niñote y más vale no contarte nada. Clara hizo el intento de levantarse de la banca.

– No, ya, tranquila… Soy todo oídos.

– Pero yo no quiero ser todo boca. No ahora, no contigo, no así… no así… tú no entiendes…

Clara empezó a sollozar, muy quedito.

– Es que no entiendes… Y nunca me vas a entender. No importa lo que pase, nunca me vas a entender…

Carlos J. no sabía que decir… Si decía que no se preocupara, que entendería… ella se daría cuenta que la confusión estaba clarísima: en efecto, no entendía la reacción de Clara.

– Es que… soñé que te morías.

– Ya me habías dicho eso. No es importante.

– Sí lo es, Amor… más de lo que tú crees.

– No, un sueño no tiene por qué separarnos.

– Es que mis sueños se hacen realidad.

– Bueno, los sueños de muchas personas se hacen realidad. “Si puedes soñarlo, puedes lograrlo” decía Walt Disney.

– Ves, ¡Tú no entiendes nada! ¡Nadie me entiende! Me equivoqué al confiar en ti… ¡Lárgate!

– No, a ver, tranquila… No te alteres.

Esa frase molestó sobremanera a Clara. Como dicen por allí, decirle a una mujer enojada “no te alteres” equivale a bailar en torno a una fogata en una noche de luna llena en medio de un bosque “Oh, Satán, ven y desata tu furia sobre nosotros”. Seguro algo malo te puede ocurrir.

– ¡Lárgate, déjame, eres como todo el mundo, me equivoqué al confiar en ti…!

– No, a ver, cálmate…

– ¡Deja de decir que me calme! Y de un salto, se paró de la banca y empezó a caminar rápidamente, alejándose.

Carlos J. se acercó corriendo y la abrazó. Ella primero se resistió y luego correspondió al abrazo.

– Tú no sabes qué horrible es esto… Es una maldición, una molestia, un sufrimiento… y a nadie se lo puedo decir.

– ¿Decir qué, Amor?

– ¡Ya déjame, no me entiendes…!

– Ya sé, ya sé… tus sueños se cumplen.

Clara se separó un poco de él, tomó aire y lo miró a los ojos un momento. Su gesto, de tristeza e incredulidad, parecía transmitir una misma idea: no me crees y no sabes lo que dices. Pero, por otra parte, en esos brazos y con esa mirada frente a si, Clara se sintió protegida. Ni modo, si debía confiar su secreto a alguien, era a ese muchacho con quien le unía una conexión telepática. Le costaría trabajo entenderlo, sin duda; pero era injusto y peligroso para él no decírselo. Así que Clara Sandra se decidió: si en verdad iba a ser su compañero de vida, debía saberlo todo. Soltó el aire con un suspiro y dijo, muy lentamente:

– Sí, Carlos: lo que yo sueño, especialmente si es algo malo para alguien a quien amo, se hace realidad exactamente como lo sueño. Y soñé que te morías.

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