Capítulo 21

Fue tal el choque de la sorpresa de Clara Sandra al saber que Carlos J. sabía que su vida corría peligro, que despertó. Y le sorprendió ver que no estaba en su cuarto, sino en el de Carlos J. Dado que él controlaba el sueño, y la había incluido en él, en el estado de vigilia la había transportado a su casa. Pero él seguía dormido profundamente.

Ella había estado soñando constantemente la muerte de Carlos J. Desde que lo conoció, era un sueño recurrente. Sucede que no alcanzaba a ver detalles. Seguro que ocurrían, pero era tal la sorpresa que despertaba sin memoria más allá del último minuto o dos del sueño. Y ahora, súbitamente, estaba velando el sueño de su novio, en su cuarto… sin haber entrado por la puerta principal y, peor aún, sin que los papás de ninguno de los dos lo supieran.

Pensó lo que pasaría si sus papás notaban que ella no estaba en su habitación. Se preocupó. Pero luego pensó lo que pasaría si los papás de él la encontraban allí… en camisón. Se espantó más. ¿Cómo explicar las cosas?

A pesar de los meses que llevaba de ser novia de Carlos, jamás había entrado a su recámara. Así que tras reponerse un poco de la sorpresa, empezó a recorrer con la mirada la habitación. Ante todo, descubrió que tenía, además de la cama individual, un pequeño escritorio, varios libreros de piso a techo, una pequeña fuente y plantas, muchas plantas. En una de las esquinas, una pecera relativamente sucia tenía apenas un pez bastante grande y casi inmóvil. Llamaba la atención que fuera un pez solitario. Tal vez algo decía del carácter de su dueño.

Se acercó a uno de los libreros, y descubrió muchos volúmenes acordes a la carrera de Carlos J. Le llamó la atención que muy pocos fueran propiamente libros de texto: eran sobre la materia, sí; pero no eran lo que podrías considerar obligatorio para los cursos. Concluyó que le gustaba mucho trabajar sobre su tema, pero le molestaba que le indicasen qué leer. Ratificaba así su carácter independiente y su molestia con que alguien le dijera qué hacer y cómo hacerlo. En ese sentido, Clara no se equivocaba al juzgarlo.

Le llamó la atención que hubiera tan pocos pósters o imágenes impresas. La mayoría de los jóvenes tenían varios, ya fuera de aristas o de protesta, según sus filias o fobias. Los favoritos eran los héroes de otra época: lo mismo Los Beatles que el Che Guevara. Pero la habitación de Carlos J. no tenía ni uno ni otro: un par de dibujos originales o grabados pequeños, una foto por allá, un diploma… No parecía precisamente una habitación de un adolescente normal. Parecía más bien de un adulto del doble de edad. Acaso era por la aparente madurez extra de su novio… o por un deseo de crecer rápido.

Pasó a mirar el escritorio: en los cajones había papel de muchos tamaños y texturas, pero ninguno convencional: tarjetas tipo lino; cartulina semejando amate; papel de algodón, de tabaco y especializado para caligrafía. También habían plumas fuente de lo más variado, ninguna fina; no había Montblanc, pero sí de cuatro o cinco marcas especializadas en plumillas y caligrafía. Varios de los textos escritos parecían tipografiados, pero estaban hechos a mano. Descubrió Clara que, incluso, uno de los poemas enmarcados en la pared correspondían a los borradores que estaban en uno de los cajones. Definitivamente, este adolescente tenía un alma vieja.

Le llamó la atención también una colección de libros empastados simulando piel, una colección de casi cien piezas, desde los autores clásicos modernos a algunos contemporáneos, y regresaba a los griegos y los padres de la iglesia. Evidentemente, eran algo más que decoraciones. Empezaba a entender más a su novio, y le sorprendía que no se hubiera mostrado más abierto y natural en estos meses de relación.

Notó que al lado de la mesa había un portafolios grande, con combinación. Lo tomó y lo puso sobre el escritorio. Vio que las chapas tenían un número poco común: no era ni el 000 ni el 123 que suelen ser las combinaciones comunes. Vio el número, y con alegre sorpresa vio que coincidía con el día y mes en que se habían hecho novios: a final de cuentas, Carlos J. la había aceptado en su vida más de lo que decía… suponiendo que fuera él quien escogió la combinación.

Abrió el portafolios y se sacudió con la sorpresa: decenas de paquetes de billetes de alta denominación, unidos con cintillos, llenaban todo el espacio. Cerró el portafolios, sin quitarle las manos de encima. Volvió a abrirlo y el dinero seguía allí. Primero pensó que estaba soñando aún, por lo que se pellizcó, esperando despertar. En lugar de eso, le dolió. Así que no estaba soñando.

Trató de despertar a Carlos J., sin lograrlo… Estaba desesperada. Intentó moverlo más fuerte, sin resultados. Pensó qué debería hacer y cómo resolver esa situación.

No sabía cómo explicaría su presencia allí. No podía salir en camisón a la calle. No podía llamar a sus padres para que fueran por ella. Y lo peor: descubrir más del mundo de su novio le estaba espantando más: ¿De dónde sacó tanto dinero? ¿Era por eso que le estaba presionando tanto con “ideas de inversión” y con “resultados grandes”?

Le embargó un miedo paralizante: si estaba allí, es porque él la había manipulado. Pudo transportarla desde su casa a la de él mediante los sueños. Ella podía soñar el porvenir. Y ahora, descubrió, él trataba de manipular el futuro, de mover los sueños de ella para su propio beneficio. Su tristeza y enojo crecían a la par, al tiempo que su molestia se manifestaba.

– ¡Despierta, desgraciado, despierta…! ¡Ya entendí lo que estás haciendo, y eso me molesta! ¿Cómo te atreviste a hacerme eso? ¡No, por favor, no…! ¡Desgraciado, despierta ya!

Y empezó a golpearlo con fuerza en el pecho y el estómago. El cuerpo de Carlos J. empezó a rebotar con los golpes, pero no se veía que fuera a despertar. Clara se acercó a su cara, y vio que respiraba, y que sus ojos se movían bajo los párpados. Al menos estaba vivo.

Regresó al escritorio, y abrió nuevamente el portafolios: el dinero seguía allí, y era mucho. Trató de pensar los motivos para que él lo tuviera allí. No, no lo había ganado en un sorteo o en la Lotería: esos no pagan en efectivo, sino que depositan el dinero en un banco. Era poco probable que lo hubiera ganado en un negocio, porque los billetes venían perfectamente fletados y parecían nuevos. Tampoco eran por la venta de un carro, ya que Carlos J. ni siquiera tenía coche propio. Entre más lo pensaba, más extraño e incómodo le parecía todo.

– ¿Por qué? ¿Por qué lo hiciste? ¡No era necesario! Podíamos vivir bien con tu carrera… Eres un hombre inteligente. No tenías que hacer esto. ¿Por qué, por qué, por qué…?

Clara Sandra empezó a sollozar muy quedito; no quería arriesgarse a que la familia la encontrara allí. Y por más que intentaba, no lograba ni calmar su llanto ni despertar a Carlos J.

Vio junto a la cama de Carlos su libro: fue a tomarlo. “Los Primeros Hombres y otros cuentos. Howard Fast”. Sí, era el mismo libro que habían intercambiado el día en que se conocieron, accidentalmente. Aparecía en su primera página su propio Ex Libris. Debió reconocer que ella misma era una joven bastante vieja en ciertas cosas. Tal vez por eso coincidieron.

Abrió el libro en una página en la que había una hermosa nota caligrafiada con distintos colores, haciendo las veces de un separador artesanal. En la página se leía:

“… En la Alemania del siglo XIV, según el folio manuscrito del monje Huberco, hubo cinco casos que él dice haber observado. En todos, en los siete atestiguados por personas que viven actualmente, y en todos menos dieciséis de los conocidos de oídas, el resultado es, con mayor o menor precisión, el que tú mismo has visto y descrito: el niño criado por el lobo es un lobo”.

“Nuestro trabajo nos lleva a una conclusión paralela: el niño criado por el hombre es un hombre. Si el más-que-hombre existe, está atrapado y enjaulado tan seguramente como cualquier niño humano criado por animales. Nuestra proposición es que existe”.

“¿Por qué creemos que existe ese súper-niño? Hay muchas razones, pero no tiempo ni espacio para entrar en detalles. Sin embargo, dos de las razones son muy convincentes. En primer lugar, sabemos de varios centenares de hombres y mujeres que cuando eran niños tenían un cociente intelectual de 150 o más. A pesar de ese enorme potencial intelectual, menos del diez por ciento ha triunfado en la carrera elegida. Otros tantos, aproximadamente fueron clasificados como enfermos mentales sin remedio. Alrededor del catorce por ciento ha necesitado o necesita auxilio médico en relación con la salud mental. El seis por ciento se ha suicidado, el uno por ciento está en la cárcel, el veintisiete por ciento ha tenido uno o más divorcios, el diecinueve por ciento pertenece a la categoría de fracasados crónicos, y los demás poco se distinguen. Todos los cocientes intelectuales han disminuido, en una suave curva, en relación con la edad.”

“Como la sociedad no ha dado verdaderas posibilidades a semejante mentalidad, no sabemos realmente cómo podría desarrollarse. Sin embargo, podemos permitirnos una hipótesis, y suponer que esa mentalidad ha sido reducida a una especie de idiotez, una idiotez a la que llamamos normalidad.”

“Hay una segunda razón. Sabemos que el hombre utiliza sólo una parte minúscula de su cerebro. ¿Qué le impide utilizar el resto? ¿Por qué le ha dado la naturaleza un equipo que no puede emplear? ¿O la sociedad no le ha permitido que eche abajo sus propias barreras?”

“He aquí, en resumen, dos razones. Pero créeme, Harry, que hay muchas más. Nos bastaron para que algunos funcionarios del gobierno, tercos y sin imaginación, entiendan que merecemos tener la oportunidad de liberar al superhombre. Por supuesto, la historia ayuda, a su manera vil. Parecería que estamos iniciando otra guerra, con Rusia esta vez, una guerra fría, como ya la llaman algunos. Y entre otras cosas será una guerra de inteligencia, mercadería que escasea bastante, como algunos de nuestros gigantes mentales han admitido francamente. Consideran a nuestro más-que-hombre como un arma secreta, diablillos que se aparecerán con rayos mortales y bombas superatómicas cuando llegue el momento. Bueno, dejémoslo. No se puede esperar que un proyecto semejante tenga un patrocinio desinteresado. Lo importante es que Mark y yo hemos quedado a cargo de la aventura — millones de dólares, máxima prioridad— y de todos los trabajos. Pero, no obstante, secreto total. No te lo repetiré nunca bastantes veces.”

Clara Sandra recordó haber leído ese pasaje. Le inquietaba. Si el niño criado por un lobo se vuelve lobo, y uno criado por un gorila se vuelve un gorila, ¿era posible que un niño criado por un hombre se vuelva un hombre… con todas las limitaciones y pérdida de potencial que eso implicaba? ¿Hay algo más que puede desarrollarse? ¿Existe el súper-hombre?

Clara vio la tarjeta; en ella, la bella letra de caligrafía de Carlos J. decía claramente: “Es posible. Clara y yo podemos comunicarnos telepáticamente. Ella puede soñar el futuro. Yo puedo modificar sus sueños. Juntos, podemos crear un mejor futuro. Nuestros hijos podrán ser súper-hombres. Descubrir cómo hacerlo: esa es la misión de mi vida. La amo.”

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